por qué no me callo

Las urnas no se dejan intimidar

No son buenas noticias para la ola conservadora radical en Europa. Ni en Bruselas, después de que pasara rozando la bala el 9J, ni el domingo en Francia, su mejor escaparate (la gran oportunidad), se ha producido el vuelco político que venían pregonando los diversos altavoces de la involución.

El electorado francés no es tan pardillo como se le retrataba, a los pies del bisoño Bardella, que daba por hecho su entrada triunfal con 28 años en el Hotel Matignon, la sede del primer ministro galo, como un príncipe de las tinieblas surgiendo del pasado en Europa.

El viejo Jean-Marie Le Pen, con 96 años, apartado por la hija para lograr el vellocino de oro que se le negaba al patriarca, habrá esbozado este domingo una sardónica sonrisa viendo a la ambiciosa generación que lo jubiló mordiendo el polvo por enésima vez. Macron también ha sonreído picando el ojo, pero por las razones inversas.

Cuestionado con demasiada ligereza por propios y extraños al adelantar las elecciones legislativas tras el alarmante resultado en las europeas, Emmanuel Macron ha logrado el mayor éxito de su vida al reunificar a los republicanos demócratas y frenar a Le Pen, condenándola a la tercera posición del podio, derrotada por la izquierda del Nuevo Frente Popular, y quedar segundo cuando lo daban por muerto y sus más ansiosos acólitos y enemigos repudiaban llevar su imagen en la campaña de la segunda vuelta, tratándolo como si fuera Biden en Estados Unidos.

Esta es una lección para todos. Baja los humos a Le Pen y pincha el globo de la ultraderecha, pero también impone el famoso respetito para un dirigente histórico, próximo a jubilarse, como Macron, que, en 2027, deberá retirarse del Elíseo sin opción a ser reelegido. Francia es como el facistol con la partitura para el coro de las democracias de Occidente, que dicen que están en horas bajas.

Y, por si fuera poco, tampoco ha sido una buena noticia para la ola reaccionaria la aplastante derrota del Partido Conservador en Reino Unido, el pasado jueves, 4 de julio, tras 14 años en el poder, como Felipe González. De ahí que una de las mayores falacias entre dirigentes como Ayuso que hacen el rendibú a Milei es creer que la ultraderecha está de enhorabuena por la lucidez de su credo y el éxito de sus mensajes en las redes sociales de la mano de influencers que tienen a gala ser undergrounds.

La realidad es más prosaica, la ola reaccionaria es competitiva allá donde no gobierna desde hace tiempo. Aquellos de entre la veterana izquierda y la derecha coherente sin tratos con la extrema derecha (como en Polonia Donald Tusk, no como Éric Ciotti en Francia ni como Feijóo en España) que han estado en el poder en los años más dramáticos de la reciente historia, con pandemia, crisis y guerra en Ucrania, sufren el desgaste y el costo del malestar.

El factor recurrente de la inmigración es una verdad a medias. En Francia, las ciudades con más migrantes dividían su voto entre progresistas y ultras. En cambio, es un espejo de la catadura moral de los partidos, como ahora se debate en Canarias.

Esta ha sido la peor semana del globo de la ultraderecha global. Pero antes que Francia y Reino Unido hubo una España, una Polonia y un Parlamento Europeo donde la derecha radical se quedó sin poder gobernar. Solo cabe preguntarnos si los mismos desencantados suscriben lo que dijo Bolsonaro en Brasil este domingo: que “Dios quiera que Trump gane en noviembre”.

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