Perdóneseme por la vanidad que contenga el latinismo del titular: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, en su acepción castellana. Hay gente que por más años que cumpla en la vida no es capaz de abandonar la vanidad; yo aborrezco los premios, aborrezco las fotos, aborrezco la publicidad, aborrezco la visibilidad, aborrezco la equivocada consideración de personaje público, me burlo de mí mismo, me considero una mierda, no soporto hacer nuevas amistades, me quiero desligar del mundanal ruido, a veces sin conseguirlo; no soporto echármelas de nada, no he ocupado cargos públicos, no los digiero; y cuando a un amigo lo elevan a esa condición, me aparto de él. No sé lo que es la envidia, visto como un adolescente, con bermudas y camiseta, me compro la ropa en C&A a 7,99 la remera y gasto lo menos posible, porque ya derroché bastante cuando atábamos los perros con longaniza, de lo que me arrepiento con sinceridad de pecador bíblico. Pagamos a escote cuando vamos a comer los amigos, excepto alguna vez, como anteayer, que uno de ellos sacó la tarjeta y nos sorprendió a los demás con un almuerzo gratis, que igualmente agradezco. No luzco lado bueno cuando me fotografían, a disgusto; tampoco uso trajes caros y si alguno me pongo es que lo tengo guardado desde los tiempos de la opulencia, así que las chaquetas me quedan largas y no cortas, como al alcalde de La Laguna, que un día se va a salir por debajo. Con una chaqueta mía le hago tres a Luis Yeray. Y encima el italiano de mi boutique me toma el pelo, para venderme unos vaqueros, juntando dos en uno, con lo que un lado del culo tiene distinto color que el otro. Mi vida ha sido siempre una terrible, total y absoluta incongruencia. Vanitas vanitatum omnia vanitas.