Hacía algún tiempo que no viajaba a La Gomera. Esta vez, la familia supo elegir y todos nos apostamos allí. Y allí sustancié lo que nos señala como insulares. En primer lugar, el elemento que nos subyuga y condiciona: el mar. Nos delimita; el mar que revela como pródigo el movimiento frente a la arquitectónica e incondicional fijeza de la roca. El mar es, en su absoluta consecuencia, el que trae y lleva, y confirma el atributo del ser, el signo inalienable de la identidad. En La Gomera mar, siempre mar. Y el otro de los suspiros de la Isla: la centralidad. Si La Gomera se alza a los niveles que alcanzan a la retención de los alisios, ahí la inquebrantable lluvia horizontal y que conserve (junto con Tenerife) una de las maravillas de este mundo, la laurisilva, la selva del cuaternario que aún persiste. Con ello, naturaleza tomada por los profundos barrancos cuyas alturas has de recorrer para descender a las poblaciones. Así, sales de San Sebastián y pocas horas después estás en el mismo sitio por la espalda. Eso es isla. Y lo que esa precisa isla contiene. Una naturaleza pródiga que incendia la vista: las variedades secas de la costa, la dispersión de complejos verdes en la montaña, el centro proverbial dicho o la majestuosa suntuosidad de los palmerales autóctonos. Ello junto a uno de los sustentos de los humanos que vivimos donde vivimos: la quietud, la calma, la hermosura (eso que muchos llaman “magia”) o la precisión de su ambiente. En ese mundo es imposible la pérdida; en todo caso, la suprema confusión que te ofrecen los múltiples senderos que la pueblan y por donde puedes perderte-encontrarte con el regusto de la maravilla: Garajonay y allí lo que nos niegan por el Ebro: el riachuelo de aguas permanentes que lo recorre y del que puedes beber o en el que te puedes mojar. Por más, puedes recorrer carreteras sin encontrarte con otro coche. Y el estambre político que ahí se estampa: un lugar sumamente limpio, incluso impertinentemente limpio. Por ejemplo, el cuidado de las carreteras y la prolongación en las mismas con rutilantes muros de piedra, muros fusionados con el paisaje, que se resisten a contradecirlo y sí a ponderarlo. Y ello por la actuación suprema del Cabildo (Casimiro Curbelo, acaso el mejor presidente de todos los tiempos). Que se gasta el dinero dando trabajo a centenares de gomeros para esa labor, lo cual es una grandeza cívica. De ahí a los recintos pródigos: de la costa de Hermigua al esplendor viejo de Agulo y una de las vistas más espectaculares del Teide en el mundo, los desniveles de Valle Gran Rey o la alarma ancestral de Chipude. Eso es el ser, el ser en el estar o en el gozar, por el paisaje y por la comida (caro potaje de berros). Lugar de gloria, sustento de la armonía, de la singularidad y de la templanza. La Gomera, la tierra de la promisión.
NOTICIAS RELACIONADAS