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Ser viejo

Uno empieza a ser viejo cuando se le olvidan las cosas. A mí se me está olvidando cerrar la puerta de la nevera, por ejemplo, y jamás apago las luces, pero esto último es porque no soporto la miseria. Mi hermano, que es miserable de oficio y de beneficio, se pasa el día apagando luces y me parece bastante incómodo y, además, se puede quedar electrocutado con el mismo interruptor, de darle tantas veces. Vas a su casa y ves los interruptores desgastados, de tanto apagar la luz, que hasta el electricista se quedó asombrado cuando estuvo por aquí la última vez. Pero por el mismo motivo que mi hermano apaga constantemente las luces, pues no renueva los interruptores. Y repito que un día se va a quedar pegado. Ser viejo es una jodienda, pero dicen que lo verdaderamente preocupante es que no te des cuenta de que te olvidas de las cosas; si eres consciente de ello no te ha llegado la verdadera demencia, que es la batalla perdida de la vida. En fin, digo todo esto porque, en este agosto, cumplo 77 años y no espero regalos –no me hacen falta sino un par de gayumbos, eso sí, de Hugo Boss-, como cada año, que no me llega ni una rica tarta de López Echeto (a mí me gusta una, que es congelada, esa me chifla). Así que celebraré el cumpleaños, el día 16, comiéndome unos pulpos en San Telmo, o en mi casa, que en Hiperdino venden unos pulpos congelados cojonudos y relativamente baratos. Ser viejo es también convertirse en un ser cagalitroso. Yo conozco a un colega que es cagalitroso, como yo, y eso sí que es molesto, porque tienes que llevar un mapa con los wáter de confianza del trayecto, por donde quiera que vas. Y así.

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