Por Marcial Morera. | Hay gentes posmodernas que añoran “la dichosa edad y los siglos dichosos a quienes los antiguos pusieron el nombre de dorados”, en que no existía ninguna diferencia entre los humanos, porque no había aparecido todavía sobre la tierra la enojosa escritura, que, en su dimensión ortográfica, sobre todo, había terminado por dividirlos en dos clases radicalmente distintas: la clase de los alfabetos y la de los analfabetos. Por eso son estos posmodernos tan forofos del teléfono, la radio, los magnetofones y, sobre todo, los famosos audios de las comunicaciones electrónicas actuales, que, supuestamente, habrían venido al mundo a liberarnos de la tiranía de la letra. Nada más lejos de la realidad. Ni el teléfono, la radio, el magnetofón y el audio van a salvar a nadie de nada, porque no son otra cosa que meros subterfugios para agrandar espacial y temporalmente el alcance de la palabra hablada, invadiendo en ocasiones terrenos que pertenecían antaño a la lengua escrita, ni la escritura que hemos heredado de la mercantil Fenicia y la sabia Grecia, a través de Roma, podrá superarse nunca, por mucho que las ilustres hordas de hunos actuales, orgullosas a veces de sus faltas de ortografía, se empeñen en ello. Y ello, por seis razones poderosísimas. La primera, porque la escritura fija la palabra hablada, liberándola de la fugacidad que la caracteriza, por ser hija del sonido. La segunda, porque la independiza de la memoria, tan frágil y limitada siempre. La tercera, porque es quien hace posible la creación de mensajes más o menos planificados, al contrario que la palabra hablada, sometida inexorablemente a la tiranía de la espontaneidad o repentización del momento. Tan importante es la escritura, que hay verdades que sólo a través de ellas han podido ser descubiertas. La cuarta, porque permite difundir textos a lo largo y ancho de las geografías, conservar por miles de años los mensajes religiosos, jurídicos, políticos, históricos, sociales, científicos, literarios, etc., que estos atesoran y crear tradición, proporcionándoles sentidos y valores nuevos. La quinta, porque de ella depende la unidad de las lenguas naturales, tan dadas siempre a los vaivenes de los tiempos, de los territorios, de las clases sociales y de los estilos. Y la sexto, porque es quien ha democratizado la cultura, liberándola del poder de sacerdotes y tiranos. No, no constituye la escritura una esclavitud, como piensa mucha gente del día, sino una liberación; una liberación de dogmas y atavismos. La escritura alfabética es, sin ninguna duda, el invento más genial y trascendente de la historia de la humanidad, aunque haya perjudicado en cierta manera el cultivo de la memoria y pueda llegar a tergiversar la verdadera naturaleza del lenguaje humano, cuando la pedantería académica se empeña en confundir lengua hablada con lengua escrita. Hijas de ella son esos dos inventos geniales del mundo civilizado que son la ciencia (tanto en su versión teórica como en su versión aplicada de las tecnologías, sean viejas o nuevas) y la literatura culta, que ha permitido superar la ingenua tradición oral de himnos, conjuros y leyendas de amor o de guerra de los viejos tiempos. Hasta tal punto ha sido crucial la escritura para la humanidad, que, como es de sobra sabido, divide su vida en dos etapas radicalmente distintas: la etapa de la prehistoria, donde el individuo era un mero rehén de sus atavismos más ancestrales, y la etapa de la historia, donde ha podido volar libre, inventar artilugios sofisticadísimos que le han permitido dominar el universo, desarrollar una ética (los derechos del hombre son hijos de ella) para proteger a los humildes (incluidos los animalitos) del abuso de los poderosos e inventar una estética, que ha supuesto un avance poderosísimo de su sensibilidad. Por eso, deben ser la lectura y la escritura (y hasta las cuatro reglas), sea en el soporte que sea (manual o digital), y no la lengua hablada, los objetivos didácticos primordiales de nuestros centros educativos, al contrario de lo que propugnan ciertas doctrinas pedagógicas modernas, partidarias de centrar la enseñanza de la lengua en la oralidad. Y no puede decirse que no hayan tenido éxito, si tenemos en cuenta que hasta a la universidad llegan ya pupilos de su doctrina, que apenas saben hacer la “o” con un canuto. Del mayor o menor dominio que se tenga de estas dos técnicas del ingenio humano que son la lectura y la escritura, depende el progreso de las personas y, consecuentemente, de la humanidad toda, porque en ellas se basa la civilización. “El desarrollo político y económico de la época moderna y la expansión de la escritura y del alfabetismo han ido de la mano”, escribe, con toda la razón del mundo, A. C. Moorhouse, uno de los eruditos que con más sabiduría han estudiado la historia de los alfabetos. Su depauperación o abandono, que retrotraería al hombre a la época de la barbarie, supondría un verdadero peligro para la especie humana, porque, entre otras cosas, la dejaría inerme para gestionar el enorme poder de creación y destrucción a la vez que ha adquirido gracias a ella.
*Catedrático de Lengua Española de la ULL