El divino Borges constató una de las sustancias de los hombres: amarrarse a su ser y pagar por su ser. Muy pocas veces el escritor argentino introdujo en sus escritos asuntos autobiográficos, pero siempre habló de sí mismo en su obra. Eso se prueba en el proverbial “Poema de los dones” del no menos sensacional libro “El Hacedor”. Allí consta la perversa obra de Dios, que le dio a entender a ese hombre la sabiduría por las letras y lo sentenció a la ceguera, a no poder leer: “Me dio a la vez los libros y la noche”. Los ojos son los grandes sensores de los hombres. Vemos. Y constatamos por la agudeza connatural de lo que formulamos en palabra por distinguir. Es la luz con sus valores: los colores y su funcionalidad; por ejemplo, el rojo es pasión, el azul frigidez… Apreciamos la maravilla y la fijeza: el arte, nosotros ante el cuadro más extraordinario de cuantos se haya pintado, ante la maestría manifiesta, la figura que nos emociona, el paisaje que remata nuestro éxtasis, la novela que honra a todas las ficciones de este orbe o el poema más sublime. La ceguera, entonces, renuncia a la sustancia y encierra a los individuos en el ruido de las sombras. Eso probó Borges cuando se descubrió finalmente invidente, los matices que encerró en su memoria y a los que se aferró: el amarillo resplandeciente, el verde de la vida, el rojo de la gloria y del alba. Lo que les queda a las personas que de ese modo se muestran entre los nacidos es, por un lado, la constatación del conocer porque de ello informan los que los rodean (aquí la casa, allí el volcán), la playa que pisan los pies, por otro, la evidencia o el recuerdo del fulgor. El mundo se encuentra así doblado en su virtud: los videntes y los ciegos. Para los ciegos, el orbe se encuentra en su interior, por lo que les sugieren, por lo que tocan (las cosas, los cuerpos, los rostros, el braille), por lo que oyen, por lo que gustan. En los videntes, el planeta se encuentra fuera de ellos, porque es la zona de la concisión, de la solución, de la confirmación o de la creación. Es posible que el presente sancione nuevas formas para lo que la historia acreditó, los experimentos con artilugios electrónicos en las zonas precisas del cerebro por los que los ciegos pueden “ver. Dice el poeta que esos invidentes descubren el mundo como es: un manifiesto desastre. De manera que el divino Borges resultó taxativo: ahora, en su estado, leer en el sueño, rememorar lo que lo colmó en otro tiempo, constatar las pérdidas (como ocurrió con la arrasada biblioteca de Alejandría), nombrar las fuentes y los jardines, justificar que ahora para él la biblioteca, su biblioteca, es ciega. A Borges se le negó una de sus más claras y extraordinarias satisfacciones. Eso es ser ciego.
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