después del paréntesis

La máscara

Lo reveló L. G., el protohombre. Que es de origen bárbaro, pero él siempre se dijo “desconocido”. Y en ese amparo sentencioso, el tributo del ingenio. Porque para que la existencia sea justa, unos se aprovechan y los otros se entregan. Eso clavó en el planeta el grande L. G. Arbitró en su provecho un invento soberbio. Y se movió digno y majestuoso por todos los medios, y pagó publicidad para que el resto de los mortales lo conocieran y lo aceptaran como tal. Un método para aligerar el oxígeno antes de entrar en los pulmones. Asunto de bienestar, cual proclaman las nuevas consignas: más verduras y frutas, cuidado con la carne, los huevos en su punto, las papas también, el azúcar es dañina, la sal no digamos y la grasa en su lugar. Eso es lo que brilla ahora sobre la Tierra: el tesón de la pureza en lo que comes, en lo que exhalas o en lo que muestran los niños, los cachorros de las fieras, los artistas o las estrellas. Si el pulmón se nutre de la dicha pureza, salvados.

De manera que el artilugio no resultó parco, pero ya se vería a medida que se introduzca en el mercado. Así, primero 500 €, luego 450 y bajando hasta los 150 cuando se llegue a los veinte millones de ventas. Pues acertó en el invento el seductor. El aparato se extendió por el mundo como una plaga de bacterias y sin freno. El precio final cayó a los 125 € por unidad, con impuestos incluidos, y 85 el doble, porque siempre es bueno tener recambios. Así sucedió. El mundo ya no se reconoce por el caminar, por el jugar, por ir a ver espectáculos o deportes…, el mundo ahora se mide exhausto por la finura del respirar. O sea, monstruos por las casas que habitan, monstruos por las calles mientras pasean, monstruos por todos los puntos del planeta, en los transportes, los camareros en los restaurantes, los profesores, los jueces, los médicos, los curas y las monjas (que por derecho lo alcanzaron); sujetos amarrados a un aparato adherido a la boca y que ocupa el rostro hasta la frente.

El signo de la belleza en mujeres y en hombres está perdido; igual que la expresión del cariño, del odio o del primor. Ahora lo que conmueve es el aire cristalino que la dicha máquina faculta. Y el astuto L. G. fue más severo: no artefactos independientes sino integrar el ingenio a la cara y cubrirlo con un simulador de piel. Perfecto; los hombres máquinas y las mujeres peor. Se sustancia, pues, la revolución como respuesta, armas al alcance, por si acaso. L. G. corre peligro, ya se sabe. A no ser que los civilizados hayan dejado de serlo y con estupor se hayan adaptado con admiración a la impúdica máscara. La historia del mundo siempre reordena los subterfugios y los quebrantos. Esta vez no. Horrendo.

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