Dice el exembajador de España en Rusia, Juan Antonio March, que nunca se ha visto una guerra en la que el presidente de Francia, que representa a la parte europea, se haya reunido quince veces con el agresor, Putin; en la que este acepte reuniones en Bielorrusia y otros lugares; donde el ministro de exteriores del país invasor se reúna con el del país invadido y, en fin, donde las conversaciones para negociar el alto el fuego hayan comenzado a los quince días de los primeros disparos. Esto tiene de novedoso este conflicto que, a pesar del apagón informativo, se presenta con una intensidad inusitada en los medios de comunicación. También dice el diplomático que hay que estudiar la posibilidad de concederle a Putin alguna de sus pretensiones, y que el objetivo que planea sobre el mundo, después de la Perestroika, es una Europa que traspase los Urales y acabe en el Pacífico. Si no se consigue, el problema seguirá estando ahí por los siglos de los siglos. Yo coincido plenamente con el señor March y rechazo el despliegue de propaganda destinado a compensar el poder militar de Rusia con el talante heroico de Ucrania y su presidente, como si estuviéramos ante la escena bíblica de David contra Goliat. Ya sé que decir esto es alejarse de lo políticamente correcto, pero cuántas cosas sensatas hay que llevar a cabo sin correr ese riesgo. Uno de los principales errores de la política española ha consistido en ponerse continuamente en manos de ese concepto. ¿Quién dicta lo correcto? ¿Qué es lo correcto? ¿Quién manda en esos sentimientos, la cabeza o el corazón? En la España de 1898, hubo una prensa arengando desde Madrid para enviar a nuestros marinos al matadero. Nadie habló de voluntarios, ni de reparar el daño, ni de enviar mantas y comida, y menos pañales, papel higiénico o botellas de aceite sacadas de los lineales de los supermercados. Nadie se encargó de eso. Lo que sí hicieron fue organizarse para recibir con una tremenda pita a los supervivientes de aquel desastre, porque los sentimientos de la gente cambian de un día para otro en cuanto se lo propongan los manipuladores de la opinión.
Volviendo al exembajador, dice que la inteligencia consiste en saber evitar los enfrentamientos y eso es lo que se espera de los hombres del siglo XXI. Hay que poder decirles a los rusos que las cosas se estropean para que se vuelvan a arreglar, no para condenarlas al fracaso definitivamente. Después de nosotros vendrán otros hombres a los que hay que liberar de la carga del odio, porque cuando este se convierte en histórico, se enquista y no hay posibilidad de quitárselo de encima. En nuestro país, hemos vivido esa experiencia después de haber superado la Transición, cuando alguien se creyó con el derecho a desenterrar el hacha de guerra y poner en pie a la memoria de los viejos conflictos, y, al parecer, le fue bien con esa estrategia de riesgo. Sumar odio al ya existente no conduce a nada. Solo al desentendimiento y a la confrontación permanente. Recuerda el embajador lo que decía De Gaulle: “Tenemos que construir una Europa desde el Atlántico a los Urales y de los Urales hasta el Pacífico”. Esto lo afirmaba al finalizar la Segunda Guerra Mundial y, según algunos, ya estamos a punto de entrar en la Tercera sin haber dado respuesta a ese deseo. Dice Juan Antonio March que, para que esto ocurra, deberíamos dar más confianza a los rusos, pero aquí no nos hemos quitado el sambenito de verlos siempre como enemigos, aunque se paseen los oligarcas por Londres o vengan de vacaciones al Bahía del Duque. De vez en cuando, entre tanta confusión informativa y tanta exhibición de la barbaridad, es reconfortante leer opiniones como estas, sembrar un poco de esperanza por la paz y abandonar el tufo de odio y de venganza que todas las guerras dejan tras de sí.