Por Clío Morarte.| El acceso a una vivienda digna se ha convertido en un deporte de alto riesgo. Los precios del alquiler parecen competir en una carrera sin fin donde el único premio es una habitación con vistas a la frustración. El disparo de salida, cortesía de la vivienda vacacional mal reglada, resulta teta de vaca perfecta para lucrase a destajo. Legítimo o no, harina de otro costal.
Las leyes en relación con la ocupación ilegal consolidan la tormenta perfecta de despropósitos, provocando requisitos imposibles por parte de la propiedad, en un más que justificado afán de protegerse de la absurda indefensión que padecen.
Como resultado, hay quienes, aun teniendo salarios considerados dignos, se ven incapaces de afrontar el disparate que supone la especulación inmobiliaria que padecemos. Compartir alojamiento daba mucha risa cuando estudiábamos, pero, en la madurez, aquello de pelear por la balda de nevera que te corresponde suscita una desesperanza que nada bueno presagia.
Si ya resulta un desafío convivir con quien escogemos, imagínense que, para poder cubrir gastos, las circunstancias nos obliguen a tener que cohabitar con personas ajenas a nuestro círculo, sin conexiones afectivas, culturales o generacionales.
Para quienes intentan comprar, la cosa no mejora. Las hipotecas, cadena perpetua de noches en vela, parecen diseñadas para desquiciar al más sereno y, cuando se conceden, se amparan en cláusulas abusivas que solo protegen el beneficio de la insaciable banca.
El establishment, responsable de este desastre inmobiliario, carece de conexión real con las necesidades de la ciudadanía. Se pronuncia a golpe de eufemismos para justificar una ineptocracia galopante. Las políticas solo benefician a unos pocos e insisten en vendernos una moto que ni convence ni arranca. Entretanto, las viviendas de protección oficial ni se ven ni se les espera.
Asistimos impotentes a una espiral sin atisbos de reversibilidad, un desamparo en el que el sueño de disponer de techo propio se torna pesadilla. Los barrios se llenan de turistas temporales mientras contemplamos impotentes un deterioro de nuestra calidad de vida, acomodando con resignación modelos de cohabitación que, en obvio retroceso, corresponden a sociedades tercermundistas.
La búsqueda de un lugar al que llamar hogar se nos va de las manos…
A ver si espabilamos.