Por Juan Cruz
Peina canas ahora Pedro Almodóvar, aquel muchacho que tenía el pelo alborotado y era un empleado de Telefónica cuando decidió que su porvenir, como su alegría, sería dirigir cine, hacer de su pasión un desafío estético, una apuesta moral, una explicación de su alma y de las almas que han rodeado sus sucesivas edades. Ha hecho todo ello siendo él mismo, admirando a otros, pero siendo Pedro Almodóvar, el que ahora ha triunfado en dos de los grandes festivales europeos, igual que, en diferentes temporadas, ha deslumbrado a los que lo han premiado en Hollywood o en París. Ahora, este 25 de septiembre, cumplió 75 años, después de ganar el primer premio del festival de Venecia y cuando estaba a punto de ser ungido con el principal galardón del festival de San Sebastián, en España.
Es un artista, apasionado de la literatura, la narrativa, la poesía. El cine es su lenguaje, y lo asume como si fuera poesía. Desde aquel cine suyo que irrumpió como un símbolo que ponía en cuestión la España del pasado, aquel Almodóvar se abría a una época en la que sus sueños iban a representar las nuevas ansiedades de un país que ya no podía quedarse quieto.
Ese día de su cumpleaños esperaba en el aeropuerto de Barajas a ser conducido por colaboradores suyos hasta el lugar donde debería tomar el avión que lo conduciría a San Sebastián, en pos de un premio que corona años de dedicación a una pasión que no conoce desmayo.
No era difícil recordarlo, aunque allí estuviera ensimismado, con los años que ya tiene, con el pasado que lo contempla, en los primeros tiempos del desarrollo de esa pasión que conserva la sintaxis de aquel mundo que es el pasado. Todo lo que ha hecho, antes y ahora, es coherente con lo que fue en su tiempo de apasionado buscador de sí mismo, desde los sueños que lo marcaron en la Mancha, su territorio, hasta esta época de madurez en que las estelas de la edad y sus consecuencias lo han llevado, en The room next door, su último film, el premiado en Venecia, a crear poesía para explicar, en cine, las consecuencias de la enfermedad y de la muerte.
Una de las mejores intérpretes de su cine, la escritora Elsa Fernández-Santos, que ejerce la crítica en El País, explicó así las implicaciones de esa nueva obra de arte de Almodóvar: “De niño, Pedro Almodóvar creía que las películas las hacían los actores, aquellas estrellas del cine clásico que abrieron su horizonte sembrando su temprana pasión cinéfila. A los 74 años, el ganador del León de Oro del Festival de Venecia por The Room Next Door (La habitación de al lado), su primer largometraje inglés, sigue reclamando el poder de aquella emoción: la de las grandes interpretaciones. Almodóvar lo apuntó en su discurso al recibir el máximo galardón del festival –el primer premio de esa categoría para una filmografía extraordinaria—al referirse al ´milagrode ver a Tilda Swinton y Julianne Moore interpretando la película”. Fue este un rodaje feliz, organizado por una mente que no ha dejado nunca de ser la parte de dentro de sus películas, como si las estuviera viviendo a la vez que las escribe o que las piensa, como un escritor (pongamos que como James Joyce) que se hace cómplice no sólo del ánimo de lo que ocurre sino de lo que sucede hasta en el aire que no se ve en el cine. Y dice él mismo: “Pero un rodaje feliz no garantiza nada, eso también lo sé a estas alturas de mi vida”. Y señala Fernández-Santos: “Lo que sí sabía entonces [Almodóvar] es que lo que había vivido con las dos actrices pertenece a un orden misterioso, un tríptico hecho de confianza, gestos y emociones”. En esta película, James Joyce aparece en el espejo creado por John Huston para hacer cine de Los muertos, el impresionante relato del autor irlandés. Almodóvar, que rompería el cine si este no fuera también poesía, recurre a ese filme y así explica Elsa Fernández-Santos la consecuencia de tal conjunción: “La nieve que en las palabras de Joyce y las imágenes de Huston cubría toda Irlanda, cayendo ´sobre los vivos y todos los muertos
, le sirve a Almodóvar para recordar, por un lado, un relato y una película que adora; para ilustrar una climatología sin brújula que tiñe de un rosa madrileño Manhattan y, sobre todo, para mostrar de forma sobrecogedora cómo la ficción acompaña en sus días finales a una mujer que encuentra en esa misma nieve, capaz de traspasar la pantalla de un televisor, su propio adiós”.
Dice Elsa que, cuando se rodó esa secuencia, “en la que Tilda Swinton, reclinada sobre su vieja amiga Julianne Moore, acepta a través del cine su propio final, Almodóvar no pudo contener las lágrimas y se tuvo que retirar para que nadie le viese llorar”.
Mucha gente vio a Almodóvar, en las calles del Madrid de la movida, en las noches de estreno y de madrugada, muchos lo recordamos siendo aquel muchacho que se disfrazaba para ser también actor de sí mismo, así como el que ya empezaba a ser el director de cine que esperaba que el viento siguiera soplando sobre sus metáforas. En ese tiempo lo conocí, y recuerdo muy bien el latido de uno de esos días.
Ahora, el día de su 75 aniversario, lo vi allí, junto al mostrador de Iberia, esperando el viaje. Y de pronto vino a mi recuerdo esa primera vez que lo vi llevándole a sus amigos Guillermo Cabrera Infante y a la mujer de éste, la actriz Mariam Gómez, las entradas de uno de sus primeros estrenos. Era un muchacho, con aquel pelo hirsuto y rebelde, una risa que se le quedaba en el aire de una cara que parecía salida del asombro o del genio. Al tiempo que él hacía esa entrega por otro teléfono me mandaban a llevar por Madrid al ilustre ciego, Jorge Luis Borges. Ahora todo parece un sueño, o cine.
Ahora el apellido Almodóvar basta para saber que incluso su nombre propio ya constituye la denominación más conocida del cine en el mundo. “¡¡¡Pedro!!!” fue el grito que su amiga la actriz Penélope Cruz lanzó cuando anunció que el autor de Todo sobre mi madre recibía (en el año 2000) uno de los más emocionantes Oscar de la historia del cine. ¡¡¡Pedro!!! Y ahí no acabó el genio.
Almodóvar está en la estela de quienes han hecho que España se siga pareciendo a aquella en la que prosperó el latido de Federico García Lorca. Sensibilidad y pasión, todo su cine es ahora un símbolo de su pensamiento, y su actitud es la de alguien que no ha dejado de inventar para desafiar incluso lo que ha hecho antes. Su genio se ha impuesto muchos desafíos, el último de los cuales, esa The room next door, es el último hallazgo de quien no cesa de hacer cine con el alma propia.
Para este arte abrió puertas que parecían cerradas incluso cuando la movida española de los años ochenta hacía de la noche un experimento lleno de alegría. Él rompió con el cine de siempre para hacer lo que iba a ser el cine de Almodóvar, mezclando la vida cotidiana con el descaro. Lector apasionado de todas las literaturas, las clásicas y las muy modernas, fue haciendo incursiones en la interpretación del alma contemporánea con metáforas que son antiguas como la civilización o como la noche.
Con un bisturí saludable, e implacable, fue demostrando, ante Madrid, ante España, ante el mundo que venía, como habían hecho Luis Buñuel o Federico Fellini, a dinamitar las compuertas del séptimo arte haciendo lo que le diera la gana. Mostró desde el principio que ningún pasado iba a impedirle su apuesta por un cine propio, igual que fue propio el cine de los antepasados que quiere, entre ellos John Huston y James Joyce.
*Publicado en ‘Clarín’