después del paréntesis

Escribir

La esposa de Paul Auster, Siri Hustvedt, dijo una frase exclamativa en un homenaje a su marido: “La obra de un autor no lo sustituye”. Tal anuncio señala una de las conclusiones apabullantes de los humanos: somos efímeros y dejamos muertos por el camino. Se asocia, por demás, a lo dicho que la relación en pareja del señor Auster y de la señora Hustvedt, su segunda mujer, fue fructífera, de ahí el lamento de la ausencia. Aunque esa señal categórica de la novelista y poeta no sea del todo cierta. Lo que cumple con los mortales es existir y existir nunca se olvida. La marca de la pasión es la pasión y no la pérdida. Luego, nadie desaparece de este mundo hasta que no quede huella en la memoria. Eso es lo factible. Corre de por medio, asimismo, uno de los inventos más extraordinarios de los humanos: la literatura. Una persona impar se coloca ante las teclas de un ordenador y se dispone a explayarse en su idioma particular y único, letra con letra, para crear mundos alternativos, mundos que, aun siendo ciertos, distinguibles y a los que puedes acceder, nada tienen que ver con el real. Y ahí el yo singular y todo: lengua, pensamiento, ideología, sensaciones, gusto, tacto… todo. Más lo que designa semejante constatación, lo que la literatura sentencia: la fijeza. Los libros fijan el tiempo (Quijote en, Soledades en, Tirano Banderas en…), las perspectivas, los personajes, las acciones… sacan a la cosa hecha para ser por sí sola, en sí misma. Y lo que ello denuncia, el acto inverso: de escribir a leer. Esto es, otro sujeto singular, en su disyuntiva lingüística y personal se acerca al objeto para reescribirlo. Un libro existe cuando se lee. Tal historia es proverbial. Porque el individuo en cuestión puede transitar épocas incalculables, por ejemplo, los siglos que nos separan de Homero y hablar con él. Borges lo proclamó: yo que no deploro el tránsito hasta la muerte y mi escritura que resiste. Ese es el tránsito que resulta inmortal. De modo que la señora Hustvedt podrá encontrarse con su marido indefinidamente; entre otras cosas porque La trilogía de Nueva York o El país de las últimas cosas se aprecian en los estantes de su biblioteca. Y no digamos si esas manos transfirieron al papel eso que se llama “diario”, cual proclamó el divino Ingmar Bergman en su admirable Gritos y susurros, o proclamó el impar Kafka en uno de los momentos de escritura más sublimes de este mundo. Eso somos, nacidos que miramos a la literatura como el preclaro refugio ante la muerte.

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