La de hoy -este martes 5 de noviembre, imposible de olvidar nunca- es la jornada que despierta mayor inquietud antes de que acabe un año megaelectoral, en el que habrá votado la mitad del planeta. Pero todos han hablado solo de un duelo estadounidense entre Kamala Harris y Donald Trump, olvidando a los corsarios que suelen asaltar esa clase de barcos antes de que lleguen a puerto.
Una oportunidad de esta envergadura no es desaprovechada por organizaciones y think tanks cuya obsesión consiste en penetrar en la política, en los gobiernos estratégicos donde se cuecen los grandes intereses económicos y el nuevo rumbo de las ideologías bajo el auge del espectro de la ultraderecha. La Fundación Heritage es un buen ejemplo de lobo disfrazado de lobby en la órbita conservadora más radical y poderosa del mundo. Con medio siglo de historia en su escarapela y héroes honorarios tan reputados como Reagan o Thatcher, se ha empleado a fondo al servicio de la vuelta de Trump. Y goza con el hallazgo de su verdadero talismán: Elon Musk.
Porque esta vez el ticket Trump&JD Vance no se entendería sin la añadidura del ambicioso magnate sudafricano convertido en Rey Midas. En las últimas semanas, ha sido tal su voracidad intervencionista que el votante republicano tendría motivos para dudar si a quien elige hoy realmente es a Trump o a Musk. Consciente de lo que se juega -la cárcel o el poder- y de su descrédito y retroceso tras la retirada de Biden, a Trump no le ha quedado más remedio que entregarse en brazos del dueño de SpaceX como un cohete malogrado. Musk se ha propuesto recuperarlo, cazarlo en el aire. A estas alturas, ya es un pelele en manos de un experto en apoderarse de aquello que desea, hasta del planeta rojo.
Llegado el caso, el pronto octogenario político desahuciado por la justicia se sentaría en el
Despacho Oval -ya no en el banquillo- como si fuera Monchito, Macario o Rockefeller, aquel trío de muñecos que mangoneaba el siniestro ventrílocuo José Luis Moreno.
De manera que ante estas que, por muchas razones, son horas críticas para la democracia de la primera potencia y, por antonomasia, para la de nuestro entorno europeo y occidental, puede hablarse, con motivos, de un intento de negocio redondo para unos -Musk- y de una tabla de salvación para otros -Trump-. Si gana el republicano, todo el mundo sabe que lo primero que hará es asegurarse su inmunidad/autoindulto en los graves casos judiciales pendientes, desde la pena por el soborno a una actriz porno, del que ya fue declarado culpable, al intento de manipular el resultado electoral en Georgia en 2020 y el célebre asalto al Capitolio, de infausta memoria.
Trump es un candidato convicto, de la peor calaña, que busca su absolución en las urnas, eso es todo. Y Musk, el mecenas que ha encontrado por el camino, lo usa como una inversión estratosférica, como uno de sus juguetes espaciales o sus coches Tesla. Es una máquina reciclable, de beneficios exponenciales. Sería un presidente instrumental, perfecto para enviar a Marte como un petardo obsoleto.
En el caso hipotético de que hoy se haya vuelto loca más de la mitad del país (incluso con menos se labra una victoria con el sistema electoral), Elon Musk sería el presidente en la sombra de los Estados Unidos. Como cuando se agenció Twitter (X) y se autodesignó CEO de la empresa, esta vez quiere comprar la Casa Blanca y ser el zar de la eficacia administrativa, para hacer machuca y limpia entre empleados públicos desleales, como hizo en la red social.
No hay precedentes de este escenario. Un milmillonario aspira a hacerse dueño del país repartiendo dinero entre votantes con una lotería semiilegal y anhela usar la emblemática Casa construida por esclavos hace más de 200 años como sede del negocio del siglo. ¿O quién se creyó que Musk se metió en esto como un cheerleader de Trump con un pompón en cada mano?
Es posible que, por mucho Musk que sea, la operación se le vaya al traste. La Fundación Heritage acaricia la idea de que el ricachón se salga con la suya. Es su ídolo emergente (53 años), más que un Trump recauchutado (con un pie en los 80), y en su informe 2025 de 900 páginas para hacer desaparecer desde el minuto uno todo rastro de la cultura woke (izquierdista) y montar un chiringuito de ultraderecha como el de la motosierra de Milei y la Italia de Meloni, no deja cabo suelto.
Pero si Kamala Harris, con la fuerza homérica de los votos, derriba ese castillo de naipes, ya sabe a quién se enfrenta en adelante. No era Trump. Era Elon Musk. Que lo quiere todo.