En muchas ocasiones, los nacionalistas se convierten en los peores enemigos de su propio pueblo, al que condenan a múltiples penalidades en nombre de un futuro imaginario. A veces, como ocurre en Ucrania, el nacionalismo arrastra a su pueblo a una guerra de liberación. Y en un primer momento, también como ocurre en Ucrania, esa guerra resulta justa y necesaria, compartida por una mayoría de la población y apoyada por la comunidad internacional. El grave problema se plantea cuando se hace evidente que esa guerra no tiene ninguna posibilidad de ser ganada, cuando, en interés de su pueblo, se impone una negociación, pero los nacionalistas no aceptan esa realidad, se refugian en su futuro imaginario y en su mundo de fantasía, y declaran traidor a todo aquel que no crea en lo increíble. Y, por desgracia, eso es lo que está ocurriendo en Ucrania hasta ahora con el presidente Zelenski.
El absoluto fracaso de las sucesivas ofensivas ucranianas ha puesto de manifiesto lo que ya se temía. Rusia es un enemigo muy poderoso, con una maquinaria militar que actúa desde su propio inmenso territorio, con una retaguardia que es una fuente inagotable de recursos y que, por si fuera poco, controla un territorio ucraniano habitado por una población de lengua y cultura rusas, que ya antes de la guerra se declaraba rusófila y en algunas partes sostenía una guerra de guerrillas en contra de los ucranianos: la península de Crimea y el Donbás, con las provincias de Donetsk y Lugansk. Y desde que Rusia dejó de confiar en ejércitos privados de lealtad dudosa, los eliminó y empeñó en todos los frentes a sus tropas regulares, ha pasado lo que tenía que pasar. Y, por si fuera poco, el dictador de Corea del Norte, como aliado suyo, ha entrado en la guerra suministrándole una gran cantidad de tropas que ya combaten en el frente a su lado.
Ucrania dispone de un ejército no profesional, un ejército improvisado que depende de los suministros de armas y municiones de Estados Unidos y los países de la OTAN, suministros limitados porque muchos países europeos tienen también una capacidad limitada de producción militar, y, en algunos casos, no suministran según qué tipo de armas. Los soldados ucranianos, además, tienen que ser instruidos en el manejo de muchas armas.
En cuanto a Estados Unidos, el triunfo de Trump implica algo muy parecido a un embargo de toda ayuda militar. Todo eso ha llevado a una crisis en el seno de las fuerzas armadas ucranianas, a cuyo comandante en jefe destituyó Zelenski hace meses.
Max Weber caracterizó al Estado por su monopolio de la violencia legítima en un territorio. Si una organización alternativa destruye ese monopolio, lo convierte en un Estado fallido, al que Ucrania empieza a parecerse. Las tropas rusas controlan la península de Crimea y el Donbás, y están avanzando sobre territorio ucraniano junto con tropas norcoreanas. Y Rusia no va a devolver ningún territorio que haya conquistado; ya ocurrió en 2014 con Crimea. La población ucraniana está muy cansada, su ejército está al borde del colapso por falta de efectivos, y el tiempo para negociar ha llegado con Trump y el invierno. Y son dos generales todavía más implacables que Putin.