después del paréntesis

El diccionario

El nuevo diccionario de la lengua española contendrá nuevas palabras, ésas que el uso hace repetir a los ciudadanos y que, sin que se pondere el cuidado de los sabios, terminan por triunfar. Así es que, de las noventa y tantas mil que hoy nos ajustan, habrá unas cuantas más para resolver nuestras certidumbres. Algunas de las incorporaciones resultan preclaras, como “dana”, esa caterva atmosférica que arrasó Valencia, o “teletrabajar”, con que fuimos enclaustrados en casa y tras el ordenador por los efectos de la pandemia. Pero hay algunas palabras que glorifican su sentido. Acordamos ese pormenor por términos como “aurora”, “albor” o “felicidad”, por no hablar de “madre”, “cariño” o “gozo”. Esos andamios de la expresión forman parte del raciocinio primario, del juicio que somete y aprisiona. La cosa es más vasta. Por ejemplo, en el libro tal aparece la palabra “tabular”. Y te toca asistir a las hojas que la resuelven: en la primera acepción “Expresar valores, magnitudes u otros datos de tabla”. Caramba. Y entonces deduces el sentido manifiesto de la cosa, eso que explicó el sin par Schopenhauer: el mundo no es el mundo, el mundo soy yo por las palabras. Eso, en efecto, ocurre, desde la labor de cientos de años en un idioma (del náhuatl al italiano o el portugués) o al modo en que se forman. De una parte, la acentuación singular de los recursos, esto es “casa”, aquello “monte”, de otra los traspasos de otras lenguas. En Canarias, el portugués por residencia, el inglés por preferencia, el francés por esplendor o el noruego por despiste (de sove a sobar). Es decir, las lenguas coexisten desde “fútbol” a “peje”, las lenguas se encuentran. Eso ocurre con la nueva palabra a consignar y que demuestra el delirio en ser de lo que acontece: “tabulé”. ¿Qué es? Curiosamente, un plato oriental elaborado con trigo, tomate, cebolla, perejil, hojas de hierbabuena y aderezado con aceite de oliva (ingrediente propio) y zumo de limón. El registro consigna el compartir que crea y recrea. El todo que nos designa nos muestra y nos completa. Ahí las palabras misteriosas, las palabras enigmáticas, las palabras desconocidas, las palabras lejanas o las palabras de labores acordadas (metafísica, dermatología, biología…). De ahí lo que somos, a saber, guanches, por lo que resta en el habla de nuestros antepasados perdidos, vencidos: “abona”, “gofio”, “beletén”, “Teide”… Ahí la entraña misma de lo que el diccionario es en especialidad, no solo los específicos de cada lugar, sino el general. Y ello en pro de defender otra particularidad fidedigna, absoluta: la lengua es una entidad viva que no niega el cambio (no es igual el castellano del medioevo que el de ahora); pero más: atiende consecuentemente a la completitud, a completar sus urdimbres. Antes no existió “biplano” u “ordenador”; ahora sí. Y eso no es solo idioma, eso es diccionario al que hemos de acudir como si al divino santuario nos trasladáramos, hacia eso que convoca a los nacidos.

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