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Cincuenta años de libertad

María Luisa Hodgson

De Franco solo recuerdo que tenía el culo blanco. Lo demás, la verdad, siempre me ha importado poco. Quienes pillamos de refilón al dictador estábamos, como cantó Modestia Aparte, en las cosas de la edad: jugar a los boliches o a montalachica. Nuestra generación, en torno a 1970, años arriba, años abajo, incardinada en la explosión demográfica del Baby Boom, tuvo la suerte de que pasó sin traumas la muerte del general gracias a la Transición, período histórico que posibilitó que España se encaminase en concordia hacia un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (artículo 1.1 de la Constitución de 1978).

Que Franco muriese no tuvo mérito. Ley de vida. La mayoría con uso de razón lo celebró. Otra gente lloró. No obstante, lo esencial fue que primó el sentido común. En el Mundo civilizado de los setenta del siglo XX (y en la actualidad) no se concebía el autoritarismo. No había lugar a ser un pelele, a interferir con la censura en el ejercicio profesional del periodismo, indeseable injerencia que maltrató a los medios de comunicación durante la Restauración, dictadura de Primo de Rivera, Segunda República y Régimen franquista. 

El último párrafo del editorial del vespertino tinerfeño La Tarde del 4 de diciembre de 1978, dos días antes de que se celebrasen las elecciones para ratificar el proyecto de Constitución, reflejó, sin medias tintas, el sentir general de un pueblo que ansiaba, sin ira, el paso del blanco y negro al color: “Por España, por su unidad y su pluralidad, por su libertad y por su justicia, por su presente y por su futuro, por los españoles de ahora y por nuestros hijos, por amor a España y a su destino en el gran concierto de las naciones, decimos sí a la Constitución”.

Adolfo Suárez, al frente de la coalición UCD, lideró la instauración democrática tras ganar las elecciones del 15 de junio de 1977, formar gobierno y enterrar a las dos Españas (roja y azul) con el respaldo, entre otros, de Juan Carlos I, Marcelino Camacho, Santiago Carrillo, Torcuato Fernández-Miranda, Manuel Fraga, Felipe González, Gregorio Peces-Barba y Jordi Pujol. Cada uno, de su padre y de su madre. 

Y crecimos con el cambio necesario del PSOE, los atentados de ETA, el estado de las autonomías, la corrupción, Pajares y Esteso, el 23-F, Naranjito, la Unión Europea… Pero un día, bajo la memoria del Sol, aterrizó un tal Rodríguez Zapatero y luego, un tal Pedro Sánchez. Y Franco, el del culo blanco, encalado y olvidado, renació para desgracia patria, al igual que surge una úlcera en la boca, una quebrada en la montaña, el odio en la canción de Jarcha

¿De verdad que el actual presidente de España teme un retroceso a tiempos oscuros? ¿A los del generalísimo, a los de la quema de conventos, a la Batalla del Ebro? ¿En 2026 se acordará de los noventa años de la muerte de Primo de Rivera? ¿Por qué este empeño en agitar el guerracivilismo? ¿La ultraizquierda presente en el Gobierno de España no es amenaza? ¿Stalin fue un santo varón y La Pasionaria, madre ejemplar? 

Dice Sánchez que hoy en día basta con ser demócratas. Y dice bien, aunque no es suficiente. Alborotar la polarización es amenaza que cercena, enfrenta y excita palpitaciones innecesarias. La infancia de la explosión natalista creció saludable, en paz y con la carga del pasado que, afortunadamente, no vivió en plenitud. Con el dos mil y siguientes esa rancia prehistoria dejó de importunar a la nueva descendencia ajena al sufrimiento de la mordaza. No me vendan sangre conveniente. ¡Puaf!

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