Por Juan Luis Calero.| Sí, tengan mucho cuidado con las mascotas. Tomen todas la precauciones habidas y por haber. No se descuiden con las mascotas y, más en concreto con las perras, porque terminan robándote el corazón. Les hago esta advertencia porque a mí me ha pasado con una perrita, de la raza ratonero bodeguero andaluz. Y les aseguro que no he caído en la perrolatría de la que hablaba Javier Marías, ni he perralizado mi vida. Tampoco se me han desordenado los amores, la escala de valores creo que está bien alineada. Hasta la hora presente, sé discernir lo que es una relación con un ser humano, y el estrecho vínculo que puedes llegar a establecer con un ser de cuatro patitas.
Porque Yama, así se llamaba mi linda perrita, miraba de mil maneras. Y de esto sabe mucho Arturo Pérez-Reverte, famoso por tener un carácter fuerte, apuntalado por las rígidas columnas de una intelectualidad que se queda sin palabras ante el desconocido mundo de las emociones. Pérez-Reverte ha caído rendido, también, ante la mirada leal de sus peludos y así lo expresa en diversos escritos. Y no me extraña. A mí y a mi familia nos pasó, que Yama (montaña en japonés) nos sedujo con su empuje vital, con la inocencia de sus gestos y su falta de modales en los encuentros callejeros. Era (es) única. Acudía a mis pies si me oía toser, no me perdía de vista y el amor incondicional lo sentí muy cerca. No sé si fue el Demiurgo platónico quien la diseñó, el Motor inmóvil aristotélico, el Dios inmanente de Spinoza o un Dios trascendente que no se desentiende de sus criaturas.
Y si nos ceñimos a una de las acepciones de la palabra mascota que aparecen en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, persona, animal o cosa que sirve de talismán, que trae buena suerte, puedo decir que en mi caso acierta de pleno. La razón es que he tenido la fortuna de sentir la proximidad de la ternura, durante estos tres años, en contraste con nuestra especie que parece estancada en la guerra y la barbarie.