Cada mes, tengo la orgullosa posibilidad de escribir una columna de opinión en el diario decano de la prensa escrita de nuestro país, y en uno de los más antiguos del mundo en lengua española, que se dice rápido. Digo orgulloso porque es realmente un orgullo, porque lo hago de manera totalmente libre -nunca han modificado ni una coma, ni han condicionado el contenido ni la temática de los artículos-. No lo hago a cambio de nada, y para mí, y para el espacio político canario del que formo parte, es la muestra tangible de una pulsión por la pluralidad informativa que ojalá todos los grandes grupos editoriales tuvieran en estas islas y allende los mares.
Quienes me conocen saben bien que no soy de adular y menos aún a quienes están en posiciones de poder, pero también saben que no me cuesta mucho, más bien al contrario, reconocer las cosas que se hacen en la buena dirección. Al César lo que es del César.
El mes pasado, la temática de la entrega la tenía clara desde antes de sentarme delante del ordenador. Coincidió en el tiempo con el Debate sobre el Estado de la Nacionalidad Canaria en nuestro Parlamento patrio y con la nula repercusión social y popular que dicho debate tiene en las calles y en el día a día de nuestra tierra. Me puse a escribir y me di cuenta de que el tema daba para mucho, que hablar del estatuto, de competencias, de soberanías y de ley electoral era prácticamente imposible en un solo artículo, y he aquí la continuación de aquella primera reflexión.
Paredes adentro de las instituciones canarias se decide sobre la vida de 2,2 millones de personas que están afuera. Paradójicamente, o no tanto, sabemos muy poco de lo que ocurre dentro, aunque sufrimos sus decisiones en nuestras carnes ¿Por qué ocurre esto? Porque así se ha querido que sea por parte de quienes mandan en estas nuestras queridas islitas, con la connivencia, por supuesto, llena de entusiasmo colonial, de los centros de poder a 2000 kilómetros de aquí.
No hace falta, y además excede por mucho el objetivo de esta columna, enumerar la cantidad de hitos históricos, políticos, sociales y jurídicos que, desde el proceso de conquista violenta y colonización de Canarias por parte de las élites europeas, evidenciaron sobradamente un hecho diferencial canario que solo puede negarse desde el fanatismo, la ignorancia o una combinación de ambas cosas.
Hecho diferencial, conciencia propia y sujeto político e histórico que existe, nunca está de más recordarlo, desde siglos antes de la conquista, siendo estas islas africanas las únicas habitadas de toda la Macaronesia durante más de mil años. Multitud son las evidencias científicas al respecto, aunque no sean multitud las políticas públicas y educativas que lo ponen en valor.
Volviendo a la pregunta de por qué ocurre esto en Canarias, la respuesta es sencilla: porque la construcción de nuestra institucionalidad no ha salido nunca de los despachos.
Se nos negó la posibilidad, como buena colonia, de acceder como nacionalidad histórica a la autonomía y las competencias asociadas a la misma. El pobre argumento fue la inexistencia previa de un proyecto autonómico, obviando de manera bastante cutre el hecho colonial, el subdesarrollo estructural casi endémico del archipiélago y el papel del golpe de estado fascista de julio de 1936 que interrumpió, otra vez violentamente -para que después digan que Canarias es solamente sol y playa-, el proceso de elaboración de estatuto propio ya en marcha. En fin, unos detallitos sin importancia como quien dice.
Para nosotras, habilitaron un canal B de acceso a la autonomía, una mezcla de vía lenta más transferencias por ley -la Lotrac como recordarán quienes peinen canas ya— y listo, todo apañadito. Canarias ya tenía estatuto, mayoría de edad en 1982.
La siguiente modificación de cierta entidad fue en 1996 y la última en 2018, con el que les escribe de cuerpo presente en la ponencia de ley del Congreso que debía aprobarla o no, definitivamente. Decir que hubo debate en aquella ponencia quizás sea pretencioso, porque el rodillo de los que habían redactado el texto -PSOE y Coalición Canaria- fue apabullante, que sumado al apoyo acrítico de los grandes partidos estatales, pues debate digamos que poquito.
Eso sí, sirvió para comprobar de primera mano como muchos “representantes del pueblo canario” no tenían ni idea de lo que significa soberanía alimentaria o de la existencia de la Academia Canaria de la Lengua, y de que el canario es una variedad del español con la misma entidad y valor que el castellano, por citar solo un ejemplo. Y con esto no estoy diciendo que estuvieran en contra de ambas cosas -que en muchos casos también-, es peor aún, estoy diciendo que ni siquiera sabían que existían. En pleno 2018, ahí queda eso.
Más allá de terroríficas anécdotas históricas recientes, la clave de la construcción y existencia de las instituciones canarias a espaldas del pueblo canario, está precisamente en el hecho de que nunca, jamás, nos han preguntado al respecto. Ni en 1982 con una sociedad canaria en ebullición, con un tejido asociativo, político, sindical, cultural y vecinal muy potente surgido al calor de las luchas contra la dictadura; tampoco en 1996 por supuestísimo y menos aún en 2018.
Por aquella reciente fecha, Canarias continuaba abierta en canal por la crisis, por las miserias estructurales del modelo de monocultivo impuesto, tras un ciclo de movilizaciones que cuestionaron el sistema de arriba a abajo, que salieron a defender el territorio con dinámicas de lucha propias de aquí y que gritaron, junto a otros pueblos del estado, aquello de “que no, que no, que no nos representan”. Pues oye, hay que reconocerles valor y cero complejos a las élites dominantes, porque dijeron: “¿Ah, con qué no les representamos? ¿Se creen que no somos capaces de aprobar un estatuto de autonomía reformado sin consultar después de todo lo que ha llovido? Sujeten el cubata”, y así fue.
El pueblo vasco votó su estatuto en referéndum popular en el 79, la sociedad gallega hizo lo mismo en el 80, Andalucía por partida doble en el 80 y el 81 y Cataluña disfrutó de ese derecho democrático en el 79 y en la más que conocida convocatoria de 2006, que tras la ofensiva político-judicial de los poderes del Estado para desconocer el resultado de dicha votación desencadenó un proceso político y social por todas conocido.
No nos creemos mejores que nadie, pero tampoco peores. No queremos limitar o igualar a la baja los derechos y libertades de ningún pueblo del Estado o del mundo. Lo que queremos es participar, conocer y decidir sobre todos los asuntos que nos afectan. Un estatuto de autonomía es la norma jurídica propia más importante de un territorio en la arquitectura institucional del Estado español. En él, se fijan las líneas maestras que deciden qué rumbo sigue nuestra tierra y se facilitan o se dificultan cosas tan importantes como el cambio del modelo productivo o el derecho a la participación política de la sociedad en los asuntos públicos.
Quizás con otro estatuto no tendríamos 18 millones de visitantes y los alquileres a 1.000 euros. Quizás no sería tan fácil construir hoteles sobre nuestras costas, nuestra fauna y nuestro patrimonio. Quizás podríamos tener un sector primario más potente y mayores cotas de soberanía energética. Quizás no nos pudriríamos en urgencias o en listas de espera interminables. Quién sabe.
Quizás lo que merecemos es poder decidir nuestros destinos como la sociedad madura que somos.
Desde el momento en que nos robaron eso, la puerta se quedó abierta para que nos roben todo lo demás. Tarde o temprano, el pueblo canario votará para decidir sobre su construcción institucional, sobre sus derechos y sobre sus competencias colectivas. Es solo cuestión de tiempo, porque es indiscutible que democráticamente hablando, tenemos toda la razón del mundo en reclamarlo.
Concejal de Drago Verdes Canarias en La Laguna