Los hados siempre programan con suficiencia lo sustancial de la vida. La existencia atiende a lo fidedigno y a lo logrado. Y todo ser humano se aprecia por la memoria. De ese modo se percibe: cada persona puede distinguir y comparar muchos casos al respecto. Ocurrió, por ejemplo, con el desmedido y aficionado a los dividendos García Márquez. Que dijo andar en composición de sus Memorias. Nos dio a comprar el primero de los tomos, Vivir para contarlo, 579 páginas. No continuó. Excelente. Su relato hubiera contado con más 6.400 páginas. Lo cual no es solo una exageración sino una impertinencia. No hay vida tan larga en escritura. Y el grande Marcel Proust se irguió noble para expresar en letra lo que vivió y dio a la estampa la novela más larga que se conoce en este planeta, En busca del tiempo perdido. Se aprecia ahí el disimulo (“verbi gratia”, su homosexualidad) y el ramplón y parco mundo que disfrutó. Eso que determina a la concisión, los sentimientos, los gustos, los pensamientos, las proyecciones particulares, amén de la soberbia construcción de ambientes, paisajes, sueños, personajes. Lo que llevó hasta las nubes a los novelistas franceses desde los años 50 y a él lo convirtió, a pesar de lo que relató, en uno de los más excelentes narradores que han vivido. Aunque es cierto que no siempre ocurre de ese modo, que lo que restaña el vivir en algunas personas o autores es lo condicional. Frente a Proust, si no hay demasiado que contar no es preciso contarlo. Pongamos a un autor reconocido atado a las circunstancias: por una enfermedad espantosa perdió pronto a su compañera y mujer, y lo que nos permite deducir: no tanto la soledad sino la torción del perdurar; hubo hijo único pero está lejos; gozó de oficio satisfactorio pero ha llegado (por la edad) al límite de la labor que programó y satisfizo con atención y empeño, de lo cual resulta la jubilación o el cese de la actividad reglada y manifiesta. Lo dicho lleva a delimitar la conclusión: el autor preciso de estrategias alternativas, de añadir novedades (incluso esplendentes) a este orbe, en lo particular se atiene como un condenado a eso que los hombres tememos y que se llama el vacío. Entonces el mundo se da la vuelta y las memorias también. Ya he cumplido, se dirá el manifiesto; ya gocé la estima del afecto, ya acabé con creces mi labor profesional, ya fundé los libros manifiestos, considerados; cumplí. ¿Qué resta? Eso que no cabe en las memorias, eso que no es posible escribir: correr la cortina para abismarse en la oquedad definitiva. Suele ocurrir así: muerte fulminante apenas un año después de la jubilación. Tal hecho consagra a la pródiga memoria sin letras, a la astucia manifiesta del final para que se recuerde de ese modo el final. Aparte de lo que dejó y se puede revisar por los siglos de los siglos.