“España no será plena hasta que reconozca al pueblo gitano, su bandera, su idioma y su himno”, éstas son palabras que le escuché a Diego Luis, director del Instituto de la Cultura Gitana, durante la entrega de los Premio Romí 2025. En un discurso plagado de frases en favor de la integración y con miradas al pasado sin recelo, Luis pidió a su pueblo que fuera “valiente” y que “no tuviera miedo” a la hora de reclamar sus derechos, pues reflexionó: “Si solos somos imparables, con el apoyo de todas las personas que no son gitanas, seremos imbatibles”.
En el año en el que el pueblo gitano conmemora el 600 aniversario de su llegada a nuestro país, su historia ha estado jalonada de diferencias, indiferencias o persecuciones, hasta el punto de que se intentó, como en el resto de Europa, que desaparecieran, que fueran olvidados o aniquilado. Hoy en día siguen ahí, pero sin un reconocimiento en España como pueblo, con sus singularidades y diferencias, y a su vez, con sus valores. Las administraciones, en pleno siglo XXI, no dan un paso en su favor, aunque el alcalde de La Laguna, Luis Yeray Gutiérrez, anunció en el acto que emprendería acciones para impulsar dicho reconocimiento en su ciudad, puesto que todavía los gitanos encuentran problemas de integración y aceptación en un país del que por derecho forman parte y su huella permanece en algunas formas que nos identifican como nación: la música, como el Flamenco, por ejemplo.
Con las similitudes y diferencias, los gitanos han sufrido lo que sufrieron los judíos y ahora los palestinos, pueblos que siempre tuvieron ante sí a otros que se creían superiores y consideraban que debían ser borrados de la faz de la Tierra. Esa historia de segregación, odio y masacres se está escribiendo ahora mismo delante de nuestras narices. Acudimos a esa narración impasibles, fríos, distantes…Inhumanos.
Todavía seguimos sin hacer nada.
Estos días hemos saltado todas las fronteras de lo grotesco, porque poner la música y el debate político sobre Eurovisión, ese festival cutre y trasnochado, junto a los miles de muertos que han padecido ambos pueblos, es el ejercicio de indiferencia más grande que ha protagonizado la humanidad desde que se desató este conflicto.
Antes de que el fascismo y el racismo florezcan ante mis palabras, pongo sobre la misma mesa el dolor por los miles de muertos que ha sufrido Israel, porque sé que no tiene consuelo ni perdón, pero tampoco justificación para provocar una masacre que se alimenta cada día de niños e inocentes y genera una reacción de odio e indiferencia sin parangón, por pura venganza que no justifica el derecho de defensa.
Hamas no es Palestina, ni Gaza, ni Cisjordania. La zona ahora asediada es un lugar de muerte y desesperación fabricada a la medida del criminal Benjamín Netanyahu, que lleva meses alentando una matanza sin fin que ni siquiera se puede calificar de guerra. Los asesinos de Hamas deben ser buscados y erradicados de la faz de la Tierra. Sus crímenes y sus formas son inhumanas, incomprensibles y solo a la altura del hambre que hace pasar a la población el carnicero que dirige al país invasor.
El presidente israelí, con la mirada cómplice del mundo, incluida la vieja y “culta” Europa a la que pertenecemos, ha tenido que recular en sus prácticas atroces que matan descarnadamente a cientos de niños, no con el impacto de las bombas inteligentes, sino con la irracional lentitud de hambre en los seres más sagrados de este planeta. Estas prácticas ya no convencen ni a su principal patrocinador, para quien ya empieza a ser incómodo ver las imágenes de tanta inhumanidad porque puede afectar al electorado que mantiene su régimen de indiferencia.
Mientras que a esta realidad a la que a diario apenas se le destinan escasos minutos y una más que dudosa lectura de realidad en el ámbito informativo, al bodrio televisivo de Eurovisión se le regala un tiempo y una atención extra, lamentablemente en perjuicio de quienes están padeciendo el genocidio más implacable que ha sufrido la humanidad en siglos.
Los políticos, los mismos que no hacen nada por encauzar y frenar a Israel en su barbarie, se toman ahora el protagonismo en el trasnochado concurso de malas canciones, en el que solo se da cauce a lo esperpéntico y banal, y se corta de raíz cualquier intención que pretenda dar voz a los que están condenados a muerte.
Un Gobierno, en concreto el de España, está preocupado por el proceso de votación y ha pedido una auditoría sobre el televoto, ya que Israel recibió 12 puntos supuestamente de los españoles. El resto de partidos, se han lanzado de cabeza al lodazal de la telebasura europea, con partidarios y detractores de posturas absurdas, comparando los votos con las balas que ahora mismo están matando a uno y otro lado de la frontera. Gobierno y oposición, a su guerra doméstica. Mientras, las bombas caían sobre Gaza cuando la representante israelí, una víctima más de este conflicto, ejecutaba su innecesaria canción.
Ya no es cosa de los eurofans, de los particulares seguidores del festival, alegrar los debates, ya son los políticos, los dueños de cualquier evite, los que toman el mando y la ventaja. Da vergüenza y grima ver a aquellos que hemos votado, meter a la música, por muy mala que sea, en una catástrofe provocada que a diario se lleva por denante a cientos de vidas, simplificando el conflicto y adaptándolo a su ideología.
Patético.
Esta realidad solo se merece una reacción: ¡Zero point!
