tribuna

Camino de Santiago: en los alrededores de Astorga (III)

Por Antonio Salgado Pérez. | De sobra es conocido que el reto que nos ofrece el Camino de Santiago, mejor a pie que en bicicleta, es el disfrutar de algunos de los paisajes más enriquecedores, bellos e intensos de la geografía norte española, donde el citado desafío, léase, también, como vocación, puede salpicarse con interesantes rutas culturales por las que es posible cruzarse con algunas de las mejores obras del románico al Medievo. Y ahí, para demostrarlo, está, por ejemplo, Astorga, con su muralla, su catedral y su palacio arzobispal; los dos últimos están tan próximos que parecen mantener un duelo de estilos; la catedral, gótica, renacentista y barroca, varias veces centenaria y con un retablo para el recuerdo perenne del caminante; el palacio, juvenil, modernista, otra genialidad de Gaudí… En Astorga confluyen dos calzadas de peregrinación: Camino Francés y Vía de la Plata. Si atendemos a los eruditos, esta localidad leonesa fue el lugar español, después de Burgos, que más hospitales levantó para los amantes de la Ruta Jacobea: veintidós. Por estos contornos el peregrino parece aligerar su carga con el goce visual de lo que nos ofrece la región de los maragatos, que siempre fueron arrieros hasta que vino el ferrocarril y les hundió el trasiego entre Galicia y la meseta. El caminante tiene la oportunidad de aliarse con el sosiego en la recoleta Plaza Mayor de Astorga, oyendo sonar el reloj de su vetusto Ayuntamiento donde dos figuras, maragato y maragata, tañen una campana que nos ofrece vibraciones tan celestiales como kinderianas, oídas con un singular fervor por los que sienten pasión por estos caminos que ven en este rincón solaz y alivio. Y seguimos hollando pueblos tan singulares como austeros, Murias de Rechivaldo o Cacabelos, cuyas calles principales son propiamente caminos jacobeos, donde sus habitantes, hospitalarios y desprendidos con el peregrino, nos invitan a un refrigerio, a que pasemos a ver su jardín o a compartir una breve charla donde, fundamentalmente, el sitio de procedencia tiene un sello de inmediatez para iniciar el diálogo. Pero hay otros pueblos abandonados, tristes, aplanados bajo sus lustrosos techos de pizarra; remotos como ausentes de los siglos que imponen por su soledad y dan motivo de una visión especial, escrutadora. Aquí podrán saciarse esos pintores de mutismos y aislamientos del planeta… Otros, diminutos y espectaculares, como Castrillo de los Polvazares, todo un bosque de piedra que contrasta, frontalmente, con aquel mar de viñedos de El Bierzo leonés, una cubeta cruzada por las aguas del Sí, río famoso desde antiguo por el oro mezclado en sus arenas. El Sí es el que patrocina toda la prosperidad berciana. Y quien refresca en verano es la playa fluvial de Burbia, donde se prodigan los baños; un río caudaloso, limpio, de gran transparencia. Villafranca del Bierzo, aposentada en su valle, entre corrientes de agua, tiene un sabor especial, con su castillo enlucido y habitado; su Parador de Turismo, por cierto, sin aire acondicionado; su iglesia románica de Santiago, su acogedora Plaza Mayor donde, al anochecer, y siguiendo una sanísima costumbre, todos la dejan desierta como preludio al deseado descanso. Y al amanecer, filas de peregrinos, silentes y ágiles, comienzan a ejercer su vocación jacobea. Felices y contentos aún parecen estar saboreando la rica y variada gastronomía de estas tierras: el cocido maragato; y el botillo de Bierzo, una vianda, que sepamos, es la única que tiene erigido todo un monumento en su honor.

*Miembro de la Tertulia Amigos del 25 de Julio

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