después el paréntesis

El sol

La marca sol cumple con el signo manifiesto de los hombres. Concilia para sí el mítico y paradigmático dador de la vida, el que todo lo implanta, lo hace ver y relucir. Y semejante aserto lo hicieron ver los divinos olmecas, los toltecas, los mayas y después los aztecas, que decidieron: el dios único, el dios energía, el dios sin rostro, el dios de la insigne probidad: Sol. La existencia proclama: la estrella no solo infunde y muestra; también aporta beneficios singulares a los cuerpos: la Vitamina D, la vitamina de los huesos y del sistema inmunológico. Sublime. Pero más: el calor confirma el bienestar, porque expande las células en pro del deleite, y el frío las contrae; el calor expande, el frío entumece. De manera que los humanos nos contemplamos presos de dos factores: o las temperaturas bajo mínimos que atenazan al norte de Europa con meses que contienen días que son noches casi perpetuas o el calor que avasalla en las zonas del mundo como Cuba, el sur de Colombia, el llano de Venezuela, el desierto del Sahara o las cercanas Huelva y Sevilla. Es decir, lo uno y lo otro marcan; el exceso condiciona. Por eso nosotros vivimos en el centro mismo de lo eternal cantado por los griegos: las Islas de la Fortuna. Nuestra temporada alta es el invierno, porque aquí entonces se pueden lucir los cuerpos. Tal cosa ocurre con mis familiares noruegos que compraron un apartamento en el Puerto de la Cruz. ¿Qué sentido tiene esta historia? Que el llamado infausto mundo por lo general proclama las sensaciones. Lo percibí cuando viví en Copenhague, cuerpos desnudos por los canales del puerto mientras el sol doraba en agosto las espaldas y rostros taciturnos, desencajados y dolientes cuando la luz cedió y las sombras ocuparon el mundo. Calidad de vida en el lugar en que habito, comenté cierta vez yo. Más de uno me miró con rencor. O el año de mi particular condena, el año en el que partí a buscar a Roberto Arlt y a Borges a Buenos Aires en el verano que es su invierno. Dos épocas de frío, dos épocas sin registrar el calor. Ello zahirió mi cuerpo, lo resquebrajó, lo torturó. Porque lo que denuncia al ser es lo que genéticamente lo confirma: cuerpos atados a la luz, luz que redime, verano que no atusa tanto el descanso cuanto la puridad del sol sobre nuestro cuerpo. Mostrarnos ante el agua tibia de nuestras piscinas o del cándido mar que se prolonga hasta el horizonte. Semejante razón es la que fija la gran sabiduría universal, esa que maneja con precisión todos los movimientos del universo, esa que todo lo rige, que todo lo controla, que todo lo condiciona, el cuerpo expuesto a la luz, al calor. Eso, pese a lo que algún guerrero de las fauces expone, eso somos, Dios Sol.

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