Se llama Ardem Patapoutian. Es un hombre de 57 años de edad. Nació en Beirut, Líbano, de padres armenios. Por la situación política, social y conflictiva del país, la familia buscó nuevo rumbo y llegó a EE.UU. Ahí el joven estudió en la Universidad de California. Y consiguió convertirse en un excelente biólogo molecular. En el año 1921 recibió el Premio Nóbel de Medicina (junto con David Julius). ¿Por qué? Aunque parezca una iniciativa poco exigente, su centro de estudios es los receptores de la temperatura y el tacto de los humanos. ¿En qué afecta ello a la medicina? En mucho, se responderá, a poco de conjeturar. La temperatura señala el adecuado nivel de coexistencia de los nacidos. El organismo necesita los conformes y preestablecidos 36º para perdurar. Toda disfunción (hacia arriba, las fiebres, o hacia abajo) destrama la dicha duración. De manera que andar con tino sobre los mecanismos que aseguran esa constante luego de consumir la energía necesaria para lograrlo es sustancial; igual que atinar a comprender qué ocurre cuando los mecanismos fidedignos fallan. Y el tacto. Nos topamos con uno de los sentidos conjeturales de los hombres. Por el tacto se asume la capacidad de transmisión interpersonal, el goce, la comunicación más exigente y extraordinaria (el éxtasis, el orgasmo, la mística). Se articula aquí la posición cimera de lo que la psicología llama la “distancia íntima”, esa que reduce el deseo de los individuos, esa por la cual los cuerpos pueden ser o no abordados. Y la ciencia analiza las tramas manifiestas de la sensibilidad y de las reacciones por la sensibilidad. Pero lo que da a ver esta historia es otra cosa singular. A Ardem Patapoutian le preocupa una cosa, aparte de su proverbial carrera: la posición en regocijo del ser en esta tierra, el disfrute en el tiempo que es, cual se sabe, raquítico. De modo que no se priva de ese efecto. Por ejemplo, cierta vez le comunicó a su pareja, la también científica Nancy Hong, que precisaba transformar su piel, hacerse un tatuaje. Su esposa no lo disuadió, pero le aconsejó que esperase un año antes de suceder por si resultara una insensatez o una reacción por la crisis de la mediana edad. Procedió. Hoy el gran científico no tiene problemas al mostrar un amplio tatuaje en su brazo derecho. Y un asunto que dio a entender hace unas semanas: “El 90% de las personas ni siquiera sabe que tiene el sentido de la propiocepción”. No había oído esa palabra. Que tiene que ver con la capacidad de percivir inconscientemente los movimientos y la posición del cuerpo, independiente de la visión que tenemos las personas. ¿A qué alude el sabio, a que debemos estar más atentos a lo que ellos producen o que eso es una cosa y otra es la vida? Me inclino por lo segundo. Eso aduce este genio, el valor del vivir. Lo otro acaso sea un mérito, pero no la consecuencia.