tribuna

Pueblos que fueron porises

Por Marcial Morera. | En los tiempos en que no había muelles para dar cobijo a los barcos de cabotaje, los viejos correíllos y las balandras o cachuchos que pescaban en las aguas insulares o en las del otrora ubérrimo banco pesquero canario-sahariano, el litoral insular se encontraba jalonado de porises, prises o probises (del español proís, con metátesis de la consonante /r/, monoptongación del hiato /oí/ y consonante /b/ antihiática, respectivamente) para amarrarlos y realizar con las necesarias garantías las siempre delicadas operaciones de carga y descarga o proteger las embarcaciones de los peligros de los vientos y los temporales; porises o zonas de amarre que, con el paso de los años, habrían de convertirse en modestos “embarcaderos” o “puertitos”. Todavía hoy se oye en boca de muchos isleños de antaño expresiones como “morro del porís”, “playita del porís”, “puntilla del porís”, “porís viejo”, “médanos del porís”, “morrete del porís”, “pesquero del porís”, “cueva del porís” o “embarcadero del porís”, transformadas en mayor o menor medida en nombres propios, toda vez que la voz “porís” ha diluido la significación descriptiva (‘poste o roca para sujetar las embarcaciones’ y ‘desembarcadero o puertito’) que ostentaba antaño y devenido en mero significante, que es el destino de todo nombre común que se convierte en nombre propio. ¿Qué futuro les ha deparado el destino a estos hogaño arrumbados porises, prises o probises insulares? Unos se han mantenido fieles a la naturaleza que Dios les dio, defendiendo con tenacidad su prístina pureza. Es el caso de los tantos de ellos que existen ermitaños a lo largo y a lo ancho de la geografía de las Islas (Corralejo, Tuineje, Pájara, Puntagorda, Mazo, Los Llanos de Aridane, Barlovento, Garafía, Güímar, Adeje…), donde hasta posible es escuchar la voz de Dios en forma de rumores marinos. Otros, por el contrario, han preferido engalanarse de arreos humanos (casas, calles, escaleras, avenidas, farolas, papeleras, barandillas, coches, señales, establecimientos comerciales…) y convertirse en morada de hombres y mujeres. Así, el porís ubicado en el municipio tinerfeño de Arona, que, con el nombre propio de Porís de Abona (por la denominación de la zona en que se encuentra enclavado), terminó convirtiéndose en un próspero refugio de pescadores, animado puerto de cabotaje y plácida zona residencial de gentes de aquí y de allá, aunque con el tiempo haya perdido protagonismo ante la feroz competencia de los flamantes puertos y centros turísticos de Santa Cruz de Tenerife y Los Cristianos, que lo asedian por el norte y por el sur, respectivamente. Así también el porís (o puris, como dicen algunos lugareños, cerrando la vocal de la primera sílaba del nombre) ubicado en un abrupto caletón del municipio palmero de Tijarafe, que, con el nombre de Porís de Candelaria (por la patrona del municipio que lo acoge), devino en fragoso puertito marítimo por donde se exportaban los productos de la comarca y donde los paisanos del lugar terminaron construyendo segundas residencias para guarecerse de los sofocos de los calores estivales. Así igualmente el porís ubicado en la costa del municipio tinerfeño de Tacoronte, que, con el nombre de El Pris, se convirtió en activo puerto pesquero abastecedor de palpitantes viejas, meros, medregales, bocinegros, sargos y jureles de los guachinches y restaurantes de la zona y lugar de residencia de propios y extraños. Y asimismo el porís ubicado en el municipio lanzaroteño de Tías, que, con el nombre de El Poril (con /l/ implosiva, en lugar de /s/), devino en un popular barrio del viejo pueblo marinero de La Tiñosa, hasta que llegó la fiebre del turismo y fue engullido por el voraz Puerto del Carmen. Se trata de un caso más de colonización del territorio (río, puerto, atalaya…), que, como es de sobra sabido, suele empezar por una construcción más o menos sólida (torre de defensa, campamento militar, rancho de pescadores, majada de pastores, finca agrícola…) y el nombre que la designa (que es quien le da forma humana y lo pone al servicio del hombre), para estirarse poco a poco a zonas aledañas, si las necesidades lo demandan. Con el nombre y su acción sobre el medio, se han apoderado siempre los humanos de lo que es de Dios. Así ocurrió en el caso de los actualmente mastodónticos París, Londres o Madrid, por ejemplo, que crecieron y siguen creciendo a costa de las terrazas, los terrenos de cultivos y las colinas aledaños a los ríos Sena, Támesis y Manzanares, respectivamente. Y así ha ocurrido igualmente en el caso de los humildes Porís de Abona, Porís de Candelaria, El Pris y El Poril de las Islas Canarias, que, aunque en mucha menor medida que aquellos, también ampliaron (y algunos siguen haciéndolo) su perímetro a costa de los terrenos más o menos abruptos que rodeaban los animados amarraderos de barcos del más variado pelaje que les dieron la existencia. Casos como el que nos ocupa ponen claramente de manifiesto hasta qué punto han condicionado el mar y los barcos la vida de los isleños. Para muchos de ellos, la tierra que habitan no era otra cosa que un mero amarradero de los barcos que traían gentes, alimentos, noticias y civilización de ese mundo idealizado por ellos que se encuentra más allá de sus costas, al tiempo que les permitían escapar de las garras del suyo cuando a su destino le daba por torcerse. Antiguamente no había islas sin barcos, porque sólo los barcos hacían posible la vida en ellas.

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