tribuna

Soy de barrio

Cuando era pequeña, tocaban al timbre de casa y preguntaban a mi madre si podía salir a jugar. No había mensajes, ni grupos, ni emoticonos. Solo un timbre y una voz al otro lado de la puerta. Aquel instante contenía toda la emoción del mundo. “Cuando acabes la tarea, sales”, decía. Y yo hacía la tarea a la velocidad de la luz, convencida de que las amistades de entonces me esperarían. Siempre lo hacían. Nadie se impacientaba, nadie decía “ya no da tiempo”. Las amistades eran así, pacientes y de carne y hueso, no de pantalla.

Mientras unos payasos sonaban en la tele al son de “Había una vez un circo…”, yo terminaba los ejercicios de matemáticas con la canción metida en la cabeza. Era la música de fondo de mi infancia. El anuncio de que la tarde estaba a punto de empezar.

Mi barrio, El Cardonal -o el barrio que quieras- tenía un banco, el banco de los viejos. Allí pasé mis primeros veintisiete años, los que te enseñan casi todo sin que te des cuenta. En ese lugar se sentaban los abuelos a ver la vida pasar. Para nosotros era escenario de nuestras fantasías. Entre risas inventábamos historias, nos reíamos de todo y de nada. Desde allí imaginábamos partidos, aventuras y sueños. Era nuestro punto de encuentro, nuestro pequeño mundo. Porque el barrio era eso: compartir sin pedir, ayudar sin que te llamaran, crecer entre todos.

Nada tenía prisa. El tiempo se medía por la luz del sol, por el olor a potaje saliendo de alguna ventana, por las madres que asomaban al balcón para gritar nombres que hoy solo escuchamos en recuerdos. Y cuando llegaba febrero, el aire traía otro perfume: olor a Carnaval, a disfraces guardados en cajas que volvían a abrirse cada año, y a purpurina que no se iba nunca del todo. En mi casa, cuando llega el Carnaval, vuelve ese olor a barrio: disfraces que esperan, risas que llenan las esquinas y brilli-brilli que mis hijas heredan sin saberlo. Disfrutábamos de los ensayos de la murga, del eco de las voces que llenaban las calles y de ese compás que era solo un latido en el barrio.

Éramos infancia pura, con rodillas raspadas y manos sucias, pero con la cabeza llena de historias. No necesitábamos mucho: una pelota, una cuerda, una bicicleta heredada. La felicidad era eso: poder salir a jugar. Y aprender, sin saberlo, que el valor de un barrio no está en sus calles, sino en la gente que las llena. Y estaba esa madre que me hacía mirar el reloj de la sala para que mirara el mío y fueran iguales, que no hubiera excusa posible para no llegar a la hora. Aquel gesto, tan sencillo, me enseñó que la libertad también tenía hora de regreso.

A veces pienso en aquella frase, “cuando acabes la tarea, sales”, y me doy cuenta de que en realidad era una forma de educarnos en la espera, en la paciencia y en el deseo. Antes el premio era salir a la calle; ahora, parece que miramos la vida desde fuera. No creo que el mundo fuera mejor entonces, pero sí sé que era más lento. Más humano. Había espacio para aburrirse, y del aburrimiento nacía la imaginación. Había silencio, y del silencio nacían las conversaciones.

Quizá crecer en un barrio era aprender sin saberlo a convivir, a mirar al otro sin prejuicios. Me gusta pensar que todavía queda algo de todo eso. Esa manera sencilla de vivir, de cuidarnos sin decirlo, de mirar al otro como parte del mismo lugar. Y tal vez por eso, para no olvidar de dónde venimos, siempre diré con orgullo: soy de barrio.

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