domingo cristiano

Han matado a un bethlemita

A fray Carlos lo mataron cuando iba camino de los pobres. Fue en Escuintla, aunque el sitio da igual. Podría haber sido cerca del mercado central de Guatemala, donde cada día iba a mendigar fruta y verdura para dar de comer a los ancianos locos a los que atendía junto a sus hermanos de congregación

A fray Carlos lo mataron cuando iba camino de los pobres. Fue en Escuintla, aunque el sitio da igual. Podría haber sido cerca del mercado central de Guatemala, donde cada día iba a mendigar fruta y verdura para dar de comer a los ancianos locos a los que atendía junto a sus hermanos de congregación. “Y todo para robarle un puto teléfono móvil”, se duele con desgarrada espontaneidad el responsable de los Bethlemitas, el sacerdote diocesano Daniel Padilla.

Guatemala es una tierra hermosa devastada por el cáncer de la corrupción,que gangrena desde los más altos niveles de la Administración hasta el último funcionario. La tierra que abrazó nuestro Hermano Pedro es hoy un sumidero de ladrones de guante blanco y de decenas de miles de vándalos que no tienen el más mínimo reparo en segar una vida a cambio, por ejemplo, de un puto teléfono móvil. Ciudad de Guatemala es unos de los lugares más peligrosos de la tierra.

Sin embargo, el pueblo, que allí es lo mismo que decir los pobres,es amable, verdadero, de lo más hospitalario del continente. Los canarios que acompañamos al papa Juan Pablo y al obispo Felipe a la ceremonia de canonización de Pedro de Betancur pudimos disfrutar de esa nobleza casi genética de los guatemaltecos.

Es allí, en Guatemala, donde los adentros generosos de nuestro Hermano Pedro parieron una idea que con el paso del tiempo se concretó en el nacimiento de una orden religiosa dedicada en exclusiva a los más pobres de entre los pobres: los hermanos de Belén, los bethlemitas. Allí siguen. Y también están aquí, en nuestra tierra, en La Laguna.

Nosotros siempre supimos que el hermanito era santo. Tal día como hoy hace 15 años se enteró de eso el mundo entero cuando, de forma solemne, Juan Pablo II -entonces un árbol vacilante pero nunca derrotado- ordenó que se inscribiera su nombre en el libro de los santos, ése donde faltarían páginas en las que apuntar las señas de cuantos buscan sinceramente el rostro de Dios y lo comparten.

Fray Carlos, el bethlemita asesinado, es uno de esos hijos buenos del Hermano Pedro. Cuarenta años tenía cuando le reventaron el pecho con una escopeta, 15 de ellos dedicado a limpiar culos, babas y dar de comer a los que nadie quiere en esa ciudad de pistoleros, los ancianos abandonados que, además de con el atardecer de sus vidas, han de convivir con la pérdida de sus recuerdos. Ya no se acuerdan ni de quiénes son ni ellos mismos. Eso nunca asustó a Fray Carlos, que en las miradas perdidas de aquellos eternos niños asustados siempre creyó que era Dios mismo quien le miraba pidiendo ayuda. Fray Carlos, que no tuvo tiempo de leer el hermoso texto de Francisco EvangeliiGaudium, era sin embargo un testigo de lo que el Papa allí predica: que entrar en contacto con la existencia concreta de los otros nos hace descubrir la fuerza de la ternura.

Quince años hace desde que el mundo sabe que en Tenerife nació un santo; oficialmente, el primero de Canarias. Sus hijos y sus hijas hoy hacen del mundo un lugar mejor. Y Fray Carlos, ésa es nuestra esperanza, se sienta ya junto a los mejores hombres que han brotado en esta tierra hermosa y terrible, bañada de sangre y de alegrías: aquellos que no temen perder su vida para que otros vivan.

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