domingo cristiano

Ordenación sacerdotal de Ceballos

En el minibús que me recogió en el aeropuerto viajábamos sólo el conductor y yo. Y la radio, que era como un personaje más de la escena, su sonido ocupaba más que los dos viajeros humanos juntos

En el minibús que me recogió en el aeropuerto viajábamos sólo el conductor y yo. Y la radio, que era como un personaje más de la escena, su sonido ocupaba más que los dos viajeros humanos juntos. En aquel momento se retransmitía un discurso. Me quedé con algunas frases sueltas: “Muchacho, por fin hoy se cumple tu sueño, aquello por lo que has estado luchando toda la vida. Otros te han pretendido, pero finalmente estás aquí y eso es algo que nunca dudamos de que pasaría. Tus padres pueden estar orgullosos de tu trayectoria, ahora que entras en nuestra historia y vas a defender tu permanencia cada minuto…”.

Escribo de memoria, pero ése era el tono. Conforme avanzaba la argumentación, se me iban poniendo los pelos de punta y, sin duda por deformación biográfica, iba recordando las cosas grandes que me dijeron cuando me ordené sacerdote y las que yo ahora digo a quienes contraen matrimonio ante mí.

Seguía sin saber qué se estaba retransmitiendo, pero no me cabía ninguna duda de que era algo solemne, de grandes repercusiones personales y colectivas. Más que nada, por la grandiosidad del lenguaje que se utilizaba. Y eso seguí pensando cuando el desconocido homenajeado tomó la palabra, o más bien cuando perpetró su discurso, porque fue evidente que no era hombre de letras. Pero también derrochaba emoción. Qué será esto tan grande, seguía yo elucubrando, hasta que el jarro de agua fría que siempre intuí que estaba sobre mi cabeza finalmente se derramó. Las últimas palabras del muchacho fueron la sentencia: ¡Hala, Madrid!

Pues sí, se trataba de la presentación en el Real Madrid de un tal Dani Ceballos, la ordenación sacerdotal laica de Ceballos. Mientras me sentía cada vez más imbécil por tanta emoción inútil, al conductor no le faltaba ya sino llorar, conducir a tientas por culpa de las lágrimas y entonar el himno merengue. Al final, llegamos todos de una pieza, todos excepto mi autoestima.

A esta altura, ya habré perdido a mis lectores madridistas. Conste que no va contra ellos mi alegato, sino que pretende ser una advertencia sobre lo fácil que resulta inflar lo caduco mientras lo verdaderamente importante apenas sí encuentra espacio en nuestra vida. Ya no hablo de fútbol, aunque también.

Yo creo que es así cómo se incuba el mal del desaliento y la tristeza: llevados de la necesidad personal o de la paranoia colectiva, que vienen a ser lo mismo, así de obcecados vamos transitando de una alegría a otra. O eso pensamos, porque las más de las veces ni son nuestras alegrías ni merecen la pena ni son lo que realmente buscamos.

Y por eso, tanta tristeza honda y duradera. Y por eso, la violencia que nace de la desazón interior de saberse permanentemente insatisfecho. Y de verse arrastrado por las mil ordenaciones laicas que se nos ofrecen cada día, flores espléndidas por la mañana que al atardecer son rastrojos.

Un creyente debe buscar la hondura. No puede sobrevivir a base de espectáculos folclórico-religiosos. No puede conformarse con flores de un día. Buscar el rostro de Dios, disfrutar de él y compartir esa sabiduría es lo que nos hace sólidos por dentro y flexibles por fuera, dispuestos siempre a doblarnos ante el que se siente sólo y deprimido, al que busca sin saber dónde encontrar.

Ah, y todo lo mejor para el tal Ceballos.

@karmelojph

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