El eucalipto – Luis Espinosa

Trepa, trepa y sigue trepando la cuadrilla por el monte arriba. Son gente joven, menos uno, a la que los ánimos no faltan y las cuestas se diluyen sin apenas esfuerzo. El menos joven, el guía, más circunspecto o, tal vez, más enterado de lo que es la senda, se lo toma con mayor calma. Junto con otro hombre ya entrado en años, acompañado de su hijo, son los únicos elementos que han dejado atrás la juventud

Trepa, trepa y sigue trepando la cuadrilla por el monte arriba. Son gente joven, menos uno, a la que los ánimos no faltan y las cuestas se diluyen sin apenas esfuerzo. El menos joven, el guía, más circunspecto o, tal vez, más enterado de lo que es la senda, se lo toma con mayor calma. Junto con otro hombre ya entrado en años, acompañado de su hijo, son los únicos elementos que han dejado atrás la juventud.

Este hombre, charlatán y serio, no para de comentar hechos y actos más o menos heroicos de su juventud, si bien es también docente y explica las características de los lugares por donde pasan, el significado de alguna gran roca (“la llaman la piedra del borracho, pues aquí encontraron muerto a un bebedor impenitente”) o dónde se encuentran y distribuyen los diversos ejemplares botánicos de estas montañas. Precisamente, al inicio de la subida, en un barranquillo lleno de malezas, señaló en el suelo de un claro en el bosque: ”Aquí nacen violetas silvestres”. El resto del grupo no las encontró, pero en sus mapas mentales aquel sitio quedó marcado con una cruz y un cartelito: Violetas.

Ya llegan a la parte alta de las montañas las cuales, envueltas en niebla, parecen desafiar a los caminantes a que sigan por las oscuras veredas que les llevarán, seguramente, a buen puerto.

El jefe no duda y se interna entre la húmeda aglomeración de nubes que pronto quedan atrás, o se evaporan, o regresan a los altos del firmamento… Realmente los jóvenes del grupo están cansados y apenas levantan la vista del trillo por donde marchan. Y, por fin, se divisa unas casas. En realidad es sólo una casa, pequeña, con un pajar adosado a ella y un corral anexo donde un grupo de cabras contempla a la heterogénea caterva que se les viene encima. Y un gran eucalipto se yergue cercano a una esquina de la casucha.

La familia que ocupa el asiento en plena montaña les acoge y señala al pajar como lugar idóneo para pasar la noche. Padre e hijo discuten. El mayor señala al menor que, siendo como es alérgico a muchas cosas, no debería dormir en el pajar sino en el exterior, junto al eucalipto. El pequeño insiste y acusa a su progenitor de querer matarle, pues allí, a unos metros del citado árbol, está un perro de aspecto poco agradable que tira de su cadena como si quisiese devorarlos ya.

Otro de los integrantes del clan, aquejado de una jaqueca, comenta que también él se quedará por fuera, bajo el gran árbol, por ver si sus aromáticas hojas consiguen aliviarle sus dolores de cabeza.

Arreglado el asunto, joven y niño se acurrucan bajo el eucalipto y duermen.

¿Qué soñó el mayor de los dos? No lo sabremos nunca, pero el hecho real es que, al despertar, con la cabeza libre de molestias y con el espíritu renacido, su cara era un ejemplo de felicidad, si es que esta puede reflejarse tan claramente en la faz de una persona.

Pasaron los años y el jaquecoso joven no olvidó aquella noche ni el árbol bajo el que encontró cobijo. Los componentes del grupo se disgregaron y fueron desapareciendo pero este, nuestro protagonista, buscó la forma de volver a dormir allí arriba, en la montaña, bajo el eucalipto.

Pasaron aún más años y un buen día se presentó la ocasión. Casi sin creérselo nuestro antiguo joven, convertido en un anciano, llegó, acompañado, hasta el lugar. La casa estaba en pie, del pajar y las cabras solo quedaban restos pero, ¡ay!, el eucalipto había desaparecido.

El acompañante explicó: “Lo derribó un viento hace unos años. Era viejo”.

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