La cena más solidaria

Cada tarde, desde hace un año, voluntarios de Cruz Roja realizan una labor encomiable repartiendo comidas calientes y desayunos a personas sin hogar en los núcleos de Los Cristianos, El Fraile y Las Galletas
Varios usuarios inscritos en este proyecto de Cruz Roja aguardan por su ración de comida en Los Cristianos. J. C. M.
Varios usuarios inscritos en este proyecto de Cruz Roja aguardan por su ración de comida en Los Cristianos. J. C. M.

Se pueden ver agrupados cada tarde, alrededor de las siete y media, junto a las rotondas de Los Cristianos y en un extremo de la playa de Las Galletas. La mayoría son extranjeros de mediana edad. A esa hora esperan la llegada de un furgón de reparto de Cruz Roja con cuatro voluntarios y un jefe de equipo que les van a entregar una cena caliente y el desayuno para el día siguiente. Cuando se detiene el vehículo saludan, sonríen y empiezan a aproximarse con calma a recoger su doble ración. Así, día tras día, en una rutina que para ellos es el alimento del alma.

Previamente, desde las 18.00 horas, Juan, Montse, Carolina, Adán y Andrés, el equipo al que hoy le corresponde la tarea del reparto, han estado en la sede de Cruz Roja en San Isidro distribuyendo las bandejas, clasificando zumos, calentando la cena e introduciéndolas en los armarios de conservación y preparando café y té bajo la atenta mirada de Claudia, la trabajadora social coordinadora del proyecto.
La unidad móvil sale a las siete y antes de proceder al reparto se dirige hacia el Siam Park. El parque temático dona al final del día los bocadillos que no se han vendido en sus bares y restaurantes. “A ver si hay suerte hoy”, comenta, de camino, Adán, “porque ahora con tantos clientes apenas sobra nada”. El furgón estaciona a la entrada del economato y unos minutos después Montse y Andrés traen buenas noticias. Ambos portan tres bandejas con 50 bocadillos que rápidamente todo el equipo, provisto con guantes, empieza a envolver en servilletas de papel. “Hoy es un buen día; no es habitual que nos den tanto en verano”, comentan.

El primer punto de reparto es la entrada a Los Cristianos, en la rotonda donde nace la avenida de Juan Carlos I. Allí se entregan las primeras cuatro bolsas que incluyen una bandeja caliente que puede ser una fideuá, una hamburguesa de pollo, un San Jacobo o arroz con verduras. También se les da agua y una pieza de fruta, así como un bocadillo y un zumo para el desayuno, además de café o té. Mientras Juan, que actúa de jefe de equipo, toma un poco de distancia y supervisa discretamente para evitar cualquier incidencia, Montse, Carolina y Andrés van entregando los alimentos a los primeros cuatro usuarios, todos varones con una edad que oscila entre los 50 y 60 años. Adán, voluntario jubilado, es el encargado de anotar quién ha venido hoy y quién no y lo debe plasmar en un documento que incluye la firma a modo de recibí de los beneficiarios incluidos en un listado que cuenta con el informe favorable de la trabajadora social.

Grupo numeroso
En la segunda parada, “que suele ser la más conflictiva”, aguarda el grupo más numeroso. Junto a la rotonda que está al final de la avenida, 18 personas, la mitad mujeres, se apean del muro y se disponen a recoger ordenadamente su cena y su desayuno. Los voluntarios saludan a algunos por sus nombres y prácticamente todos los usuarios dan las gracias antes de firmar, especialmente un joven húngaro que lo repite hasta tres veces. Todos abren sus bandejas y su botella de agua y cenan en el mismo sitio en el que estaban, excepto dos mujeres (una de ellas da síntomas de un cierto comportamiento bipolar) que optan por sentarse en el césped bajo una palmera. Un chico extranjero hace ver al equipo de voluntarios que tiene los tenis rotos y en ese momento Adán toma nota de su número de calzado, el 44, para comprobar si en el almacén queda algún par. Las peticiones de zapatos y ropa suelen tardar 48 horas.

“Hoy faltan algunos”, dice Juan, partidario de esperar unos minutos más a ver si llegan. “Deben estar por la playa”, responde uno de los escasos beneficiarios de nacionalidad española. A esa hora el sol se empieza a poner y los grupos de turistas que cruzan por un paso de peatones próximo dirigen su mirada hacia el furgón atraídos por la numerosa concentración de personas a su alrededor. “Esta tarde están tranquilos”, añade el jefe del equipo, mientras Andrés, un joven colombiano que no para de sonreír, sigue ofreciendo café y té, Adán comprueba en su lista que hoy han faltado ocho y Montse y Carolina comienzan a guardar la comida sobrante.

Última parada
La última estación es en la sede de Cruz Roja de Las Galletas, situada entre este núcleo y El Fraile. Allí esperan cinco miembros de una familia andaluza, que hacen gala de buen humor, con palmas incluidas, y una mujer extranjera de mediana edad. Tras el reparto de las seis últimas bolsas, un joven aparcacoches se acerca y pregunta qué tiene que hacer para optar a una bolsa de comida. Se le explica que se presente mañana en este mismo lugar para hablar con la trabajadora social a quien corresponde la evaluación de cada caso. El chico da las gracias y se gana un bocadillo y un botellín de agua.

El equipo emprende el camino de vuelta tras repartir 29 de las 37 comidas previstas. Todos reconocen que hacen esto porque les nace ayudar a los demás. Hoy han sido ellos, pero mañana será otro grupo de voluntarios, y así cada jornada, de lunes a viernes, los días de reparto. En el trayecto hacia la sede Montse, que lleva todo el día limpiando habitaciones -es camarera de piso en El Médano- confiesa que se le partió el alma el día que atendió a una joven prostituta “que por edad podía ser mi hija; era muy duro ver la situación de aquella chiquilla; aquel día me harté de llorar”, dice con su marcado acento andaluz.

De izquierda a derecha: Claudia (trabajadora social y coordinadora del proyecto) y los voluntarios Carolina, Montse, Juan y Adán. J.C.M. voluntarios Carolina
De izquierda a derecha: Claudia (trabajadora social y coordinadora del proyecto) y los voluntarios Carolina, Montse, Juan y Adán. J.C.M.

Chabola por chabola
Claudia Rodríguez es la trabajadora social coordinadora del proyecto de Atención Integral a Personas Sin Hogar. Transmite un entusiasmo juvenil que contagia en su afán por ayudar a quienes más lo necesitan. Sobre ella recae la responsabilidad de determinar quién reúne los requisitos para convertirse en usuario, además de informar, mediar con las administraciones, ayudar a derivar recursos y realizar un seguimiento a los beneficiarios de este proyecto que, recuerda, nació en agosto de 2015 a raíz de una donación del Foro de Amigos del Sur de Tenerife que permitió prestar este servicio hasta diciembre. Este año Cruz Roja ha firmado un convenio con el Ayuntamiento de Arona por el que el Consistorio se hace cargo de la financiación.

Claudia cuenta que de las 37 personas sin hogar que atienden en el municipio, el 80% son extranjeros de países comunitarios. “El que menos, lleva 10 años en la calle”, asegura, y lamenta que durante este tiempo algunos hayan fallecido, “el último hace poco en la misma playa de Los Cristianos”. Hoy no olvida cuando el proyecto daba sus primeros pasos: “Tuvimos que hacer rutas con el párroco y un voluntario de Cáritas para localizar a estas personas. Durante un mes no paramos de visitar chabolas”. Claudia recuerda que mucha gente le advertía de la dificultad que entrañaba tratar con este colectivo, “y yo respondía que lo poquito que consiga estará bien”. Señala que en esta tarea “sacas muchas conclusiones y una de ellas es que todos han llegado a esta situación por varias circunstancias, partiendo de la ruptura de relaciones familiares, y después la calle desgasta mucho. No deja de ser la puerta de acceso al alcohol y las drogas”.

En este primer año al frente del proyecto, que cuenta con la supervisión de José Luis Camisón, coordinador de Cruz Roja en la comarca de Abona, y en el que han atendido a 157 personas, ha visto “cómo hay perfiles luchadores y otros que se rinden y tiran la toalla”. Entre las historias más impactantes cuenta la de José María, una persona sin hogar desde hace 25 años, con problemas con el alcohol, que se quedó ciego a causa de unas cataratas. “Conseguimos que lo operaran y pudo recuperar la vista y con ella su pasión, la lectura. Le encantan los libros, tiene una gran cultura, pero se muestra resignado con su destino; después de la operación nos dijo: “Ahora puedo leer, no le pido nada más a la vida porque no espero nada más de ella”.

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