Un globo rojo

Me han regalado un globo terráqueo rojo, fabricado en Alemania. Es decir, tengo a mi lado el mundo entero, iluminado desde dentro

Me han regalado un globo terráqueo rojo, fabricado en Alemania. Es decir, tengo a mi lado el mundo entero, iluminado desde dentro. Una bola incandescente que va delimitando países y territorios, acercándomelos hasta la mesa en la que escribo y en la que llevo escribiendo muchos años, cuarenta y tantos. La compré en Tépoca, ¿se acuerdan? Una mesa de estilo inglés. Yo siempre escribo de mesas, porque ustedes conocen también la de mi abuelo, en la que dibujaba corazones cuando era niño, trazos que permanecen. Esa mesa de mi abuelo, para mí entrañable y evocadora, se la he regalado a mis hijas. Cuando la usen se darán cuenta de que de los poros de la caoba surge una magia especial, que es la magia de los tiempos. La bola del mundo -así la llamábamos- gira cuando tú quieres y compruebas que Anchorage está en Alaska y te enteras de dónde se encuentran el estado de Minessota y las dos Carolinas. Como ya viajo menos, tengo el globo para contentarme, aunque sea haciendo un periplo virtual y gratis. Han sido unos Reyes anticipados, que agradezco, porque los globos terráqueos son instrumentos imprescindibles en mi vida. Siempre me enseñan algo nuevo del planeta donde vivo. Pongo el dedo en Berlín, que sufre. El terrorista asesino, abatido en Milán, dejó su cédula de identidad en el camión. Además de asesino, idiota. Este mundo está lleno de idiotas armados, que matan sin piedad, como quien enciende un cigarro. Y cuando un país toma medidas para filtrar la entrada de la chusma, aparece una legión de otros idiotas que protestan por todo, incluso por las medidas de seguridad que se arbitran para proteger a los idiotas que protestan y a sus familias. Creo que fue Jesucristo quien dijo que la caridad bien entendida empieza por uno mismo. No le faltaba razón, por eso era el hijo de Dios. El Dios en el que creo cada vez menos.

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