Convencionalismos

Se presume que hemos de exhibir la buena educación y la civilidad.

Se presume que hemos de exhibir la buena educación y la civilidad. Hay momentos en las relaciones humanas que se toman como cimeros para ratificar tal proceder. Una en la cumbre, la muerte, a la que todos acudimos. Y se da por sentado que los muertos son mejores que los vivos. En ello se basa el respeto común por quienes existieron; ni una palabra de más ni una de menos. Por eso cuando las manifestaciones se salen de la norma, la sorpresa confirma.

Recuerdo una anécdota al respecto. El extraordinario escritor argentino Roberto Arlt jugaba al billar de manera enfebrecida en un tugurio de Buenos Aires. “Che”, le dijo uno que lo conocía, “están enterrando a tu padre y vos aquí”. “Dejalo”, contestó él; “quien es hijo de p… vivo seguirá siendo hijo de p… después de muerto”. Digamos que la relación filial de Roberto con su atrabiliario, fantasmagórico y cruel padre, el prusiano Karl Arlt, no fue meritoria a lo largo de la vida. Eso sentenció el hijo con la muerte. Entre otras cosas porque Arlt seguía las enseñanzas espiritistas de su madre; es decir, los cuerpos mueren, no los espíritus. Luego obró en consecuencia, aunque (como le recordó el amigo) estuviese fuera del complot. Y es que Arlt siempre obró con reservas ante la demagogia y los convencionalismos.
Podría apurarse entonces el veredicto. ¿Cómo actuar en un mundo en el que convienen más las imágenes (como el vestido de la Pedroche) y los subterfugios que la personalidad y los valores? Así es que paseas por la calle o repones la gasolina del coche y te desean felicidad por el año nuevo. No puedes escapar de la intriga.
Por eso recuerdo a mi abuela, que siempre respondía “para quien los tenga” cuando le daban los buenos días. Acudes al trabajo y se interesan por ti en las escaleras con semejante frase. Todos, incluso los que desearían que te murieras. ¿De dónde la unanimidad? Primitivismo que insiste en demostrar que vivimos al amparo de los otros. Lo acusó García Márquez en Crónica de una muerte anunciada. Lo sustancial no era la inocencia del inculpado, sino la excusa de los asesinos: la supuesta virginidad de la hermana.

¿Qué encierran los convencionalismos? Acaso la trampa más cruel y estúpida de los humanos. Lo que habría de tener sentido no es el universal al que asistimos alborozados, sino la singularidad, la comprensión, el buen juicio o el cariño. En eso es en lo que habríamos de ponernos de acuerdo; no en la mentecatez que se excusa en el supuesto raciocinio.

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