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Epítetos horrorosos

Se pasa uno el día con el puto folio, arriba y abajo, esperando ser puntual, exacto y hasta brillante, y luego resulta que no. Que uno es un matado

Se pasa uno el día con el puto folio, arriba y abajo, esperando ser puntual, exacto y hasta brillante, y luego resulta que no. Que uno es un matado. Así me lo hace saber mi feroz crítico Juan-Manuel García Ramos, catedrático y amigo de tantos años, que el otro día me llama para advertirme de que estoy escribiendo fatal; que coloco epítetos iguales y seguidos en mis artículos. Yo me defendí tímidamente achacando el lance al sopor del verano, pero él se mostró inflexible: “Estás acabado”, me dijo; y no tuve otro remedio que darle la razón. Me pesa demasiado la vieja púrpura y ya mis huesos no aguantan demasiado el metisaca de la escritura, llena de palabras nuevas que antes eran pecados mortales. Me rindo. Más por convicción que por callarle la boca, le digo sí a todo lo que me plantea Juan-Manuel, cuyas admoniciones, nada cariñosas, agradezco y doy carta de naturaleza. “Parece mentira”, me dice, “que estés engañando al lector; ya no sirves para nada”. La crudeza de sus palabras las atribuyo, en parte, a una sesión de pescado frito en El diez por ciento, regada con el tinto infame de los guachinches, pero tiene razón mi admirado amigo: uno ya no es ni la sombra de sí mismo y lo que quiere es remojarse en una piscina, mirar por el ombligo de una obra urbana, agujereando la tela verde, y dormir hasta muy tarde, por el dolor en las piernas. Y se acabó. Todo tiene su principio y su final. Además, hube de llamar, cabreado, a mi amigo Carmelo, al director, porque no sé quién me quitó la palabra “Antañazo” de una entrevista, palabro tan usado por Umbral y por mí, y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo me lo cambió por “Antaño”, que es -¿adverbio de tiempo?- y que detesto. Prometió Carmelo hacerme justicia.

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