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El matemático

Don Ubaldo Luengo del Centeno Luengo (él siempre indicaba que sus aficiones se aproximaban más al principio de su nombre que al cereal de su segundo apellido) era un gran matemático y, como tal, daba clases en una universidad de mucho prestigio de la ciudad capital

Don Ubaldo Luengo del Centeno Luengo (él siempre indicaba que sus aficiones se aproximaban más al principio de su nombre que al cereal de su segundo apellido) era un gran matemático y, como tal, daba clases en una universidad de mucho prestigio de la ciudad capital. Allí era tenido como un gran docente y sus compañeros de facultad le estimaban y, como cosa extraña, no solían hablar mal de él, casi nunca.
Así pues, nuestro amigo don Ubaldo (don Uba para los más íntimos, que eran muchos) pasaba los años intentando convencer a sus alumnos de que las matemáticas era una asignatura de una belleza tal que ya los sabios griegos (ahora pienso que nunca se suele hablar de los primitivos griegos como analfabetos) le erigieron estatuas de no menos bello mármol en algunas de las islas del Egeo que, como son tantas, vaya usted a saber cuántas de esas esculturas se alzaron en aquellos terrenos donde pastaban las cabras. Y mientras tanto, don Uba disfrutaba de su apacible vida.

Pero nuestro protagonista tenía un pequeño defecto, el cual acarreó el final de sus sueños. Hablaba mal de los políticos de turno en un tono tan procaz y anti universitario que un buen día, el ministro de turno, le defenestró y solo la gran defensa que de él hicieron sus muchos amigos logró que, únicamente, le enviaran a un pueblo desconocido, de una región desconocida de la parte más olvidad de su patria.
Llegado que fue a la aldea (la llamaremos Tranquicia), se instaló en una vieja casa de blasón en fachada y muchas humedades por las paredes y reunió a los altos cargos del lugar para indicarles cuáles eran sus intenciones.

Resultó que los “altos cargos” eran el alcalde pedáneo y un amigo suyo que actuaba como secretario, amanuense, director de obras públicas y enólogo aficionado de la bodeguita que el susodicho alcalde tenía en el villorrio.

Pero aún así inició un altisonante discurso poniendo por las alturas la importancia de las matemáticas en la cultura de los pueblos, de la necesidad de ella para el comercio entre las naciones del mundo, y no ya digamos de los pueblos de la región desconocida de la parte más olvidada de la tierra.

Inmerso en su perorata y sin fijarse mucho ni oír los ronquidos del secretario, se lanzó a describir la importancia de los números que han permitido desarrollarse a las civilizaciones y sin los cuales los hombres del siglo XXI aún vivirían en estrechas cuevas sin aire acondicionado y sin calefacción (el secretario, que en esos momentos se despertó, creyó que eran indirectas al mal estado de la casa que le habían adjudicado al profesor y quiso intervenir, pero el orador continuó su parlamento sin hacerle caso) y, para demostrar lo impresionante de sus palabras, empezó a citar números, desde el de Avogadro al E, desde los números imaginarios a los complejos, desde el de Knudsen al de Messier, todo ello sin casi respirar.

Menos mal que entonces el secretario, ya despierto del todo, intervino poco menos que gritando al tiempo que le preguntaba:

¿Y qué sabe usted de los números rotos y del dormilón al que nunca cogen, de los que dicen cosas feas y otros tantos que ahora no recuerdo y que nos contaba doña Eleuteria, la maestra?

Don Ubaldo frenó en seco y con cara de mucha ironía se dirigió a su interlocutor diciéndole: “Por favor, ¿me quiere explicar cuáles son esos números?”

Contestó el secretario: “Pues los que dicen cosas feas son los que se ponen con una coma en medio, los decimales, los llamaba la maestra; y a los rotos los llamaba quebrados, que lo mismo quiere decir y que van subidos los unos en los otros…”

“¿Y ese que duerme, cuál es?” preguntó don Ubaldo. “Pues el ocho tumbado. A ese lo nombraba la maestra ‘el finito’” acabó el secretario.

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