en la frontera

Sobre la transparencia

Es probable que uno de los tópicos que más congresos, seminarios, reuniones, jornadas, libros, intervenciones o conferencias provoca en este tiempo sea la transparencia. Transparencia en los gobiernos, transparencia en las empresas, en las ONG, en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en los sindicatos en los bancos, etc., etc., etc. Hoy nadie, me parece, se escapa a la exigencia de la transparencia. Sin embargo, sorprende la facilidad con la que se manipula, se miente, se maquilla, se engaña, se simula o se edulcora la realidad al servicio del poder, del dinero o de la notoriedad.

Esta amarga realidad forma parte de la gran contradicción en que está instalada desde hace tiempo la vieja Europa. Mucha retórica democrática, continuas apelaciones a la dignidad del ser humano y, por otro lado, una sistemática agresión a todo lo que no sea susceptible de valoración económica o política que, a la postre, sólo busca, como objetivo único, el mantenimiento y la conservación de la posición de mando al precio que sea.

En este ambiente paradójico, empresas y gobiernos, compañías y administraciones públicas, buscan mejorar sus páginas webs, su información, de manera que reflejen la realidad de la forma más fidedigna posible. Pero no se trata, a mi juicio, de publicitar los mínimos de información que exigen las normas jurídicas, se trata de mostrar datos e indicadores que reflejen la buena o mala administración. Un desafío y una tarea necesaria para elevar la calidad de nuestra democracia.

ÉTICA Y ACUERDO

En el espacio de la deliberación pública, en el horizonte de la aplicación y análisis de las políticas públicas, es lógico y natural que se busque siempre como metodología de la acción política la participación de los sectores implicados y, si es posible, el acuerdo, el entendimiento para solucionar los problemas generales que afectan al pueblo. Es decir, el acuerdo, el pacto o la negociación son mecanismos, instrumentos, que permiten ordinariamente la aportación de la vitalidad y del realismo que late en la cotidianeidad, en la vida de la gente, a las estrategias de solución de los problemas, impidiendo tantas veces la artificialidad o el anquilosamiento tecnocrático del ambiente de unilateralidad presente en las fórmulas autoritarias de entender el poder, por cierto hoy de moda entre nosotros.

Que el acuerdo, el pacto o la negociación sean técnicas adecuadas para la resolución de problemas colectivos en las democracias no quiere decir, ni mucho menos, que, en efecto, se conviertan en fines en sí mismos. Es decir, el acuerdo, el pacto o la negociación existen y están para que, a su través, se mejoren constantemente las condiciones de vida de la gente, que es la expresión abierta y plural de lo que cabe entender por interés general en un Estado democrático como el nuestro.

Cuando, sin embargo, se empuña la negociación o el acuerdo, fuera de su naturaleza finalista, para asestar golpes al adversario o para anularlo o enviarlo al mundo de lo simbólico, entonces el acuerdo se desnaturaliza y pierde inmediatamente la fuerza ética de la que está revestido, que reside en colocar entendimiento al servicio de la mejora de las condiciones de vida del pueblo, al servicio de la dignidad del ser humano y de sus derechos fundamentales.

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