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Los cuatro caballeros y el dragón

Estaban estos caballeros destinados a un castillo en los límites de su patria, en la frontera. Al otro lado, las levantiscas tribus de los montañeses les atacaban casi cada día y, aunque siempre les rechazaban, el goteo de los compañeros que caían heridos o muertos aumentaba y no llegaba refuerzo alguno. Sus peticiones de auxilio eran desoídas por los gerifaltes  y la  situación allá arriba era cada vez más peligrosa.

Entonces el jefe acudió a pedir consejo a la hechicera. Todas las fortalezas que se preciaran poseían una bruja en su nómina, como último recurso.  La dama en cuestión pidió dos gallinas y comenzó su trabajo.

Tras abrir una de las aves y estudiar sus entrañas decidió que no le había aclarado cosa alguna, por lo que cortó la cabeza a la segunda y, finalmente, emitió su veredicto: Cadmo.

Tenemos, tengo, que hacer un gran inciso aquí para aclarar unas cosillas. Cadmo es un personaje de la mitología griega. Por aquellos años del siglo XI o XII que es cuando se desarrolla esta poco verídica historia, hasta los niños sabían quién era este personaje. Es como si a los niños del siglo XXI les preguntasen el nombre de los mejores equipos de la liga de fútbol. Pero como a lo mejor a mis lectores no les suena el nombre les indicaré, sinópticamente, de quién se trata. Cadmo era hijo de Agenor, rey de la ciudad fenicia de Tiro, y hermano de la princesa Europa, a quien Zeus raptó convertido en toro. Metido en líos, a Cadmo se le ocurrió matar a un dragón y enterrar sus dientes y, como si de una cosecha se tratara, de ellos brotaron guerreros. ¿Lo entendieron?

Por eso ahora vamos al encuentro de cuatro caballeros que salen en busca de un dragón para retirarle su dentadura y conseguir, así, más guerreros para defender su castillo. ¿Y el dragón? ¿Había dragones en los siglos antes señalados? Pues sí, quedaba uno, viejo, reumático, agotados los depósitos de combustible para sus suspiros de fuego, vegetariano por  su imposibilidad para cazar piezas animales y tumbado en una cueva a, exactamente, ciento dos kilómetros del fuerte de los caballeros.

Allá que se dirigieron los cuatro intrépidos que, cuando lo atisbaron, se llevaron una desagradable impresión, pues estaba devorando algo blancuzco y de su boca caían grumos algodonosos que despedían un terrible olor a bicho en mal estado.

Pero, como juramentados para hacer un trabajo, no dudaron y se lanzaron contra la bestia que se defendió como pudo pero que no pudo evitar que una gruesa espada le atravesara su viejo corazón. Tomen nota los interesados, pues este dragón fue el último dragón. Una vez más los humanos extinguen una raza de seres vivos que poblaron la Tierra durante muchos siglos.

Volvamos al castillo adonde regresan los cuatro caballeros. Magullados, heridos, con fracturas costales aquí y allá pero victoriosos, cargando con la descomunal, si bien llena de caries, dentadura del dragón.

Y, de nuevo, hace acto de presencia la bruja. Tras una gran letanía en un prado a espaldas del castillo, después de realizar una pareja de bueyes la labor de arado, creando unos surcos algo torcidos, pero surcos al fin, llegó el momento de sembrar los dientes. La maga pidió otras dos gallinas, si fuera posible gordas, para cortarles el pescuezo y regar con la sangre las heridas abiertas en la tierra (un inciso pequeñito; la gente del castillo se quejaba de que de la casa de la bruja salía mucho olor a pollo frito).

Plantados los dientes esperaron, y volvieron a esperar, pues pasó mucho tiempo antes de que brotase algo de la tierra. Finalmente una mañana aparecieron unos bultos redondos… ¿Las cabezas de los futuros guerreros? Pues no, eran bellas, blanquecinas y enormes coliflores.

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