después del paréntesis

Tenerife

Uno de los episodios más extraordinarios de la historia de España fue la conquista de Tenochtitlán; con ello, la ruina del imperio azteca. Se admiran muchos de que apenas medio centenar de soldados españoles obraran el prodigio. Pero ha de leerse bien la crónica. Lo que está detrás de esa hazaña es el ingenio de Hernando Cortés, no pocas veces malvado y asesino, cual ocurrió en la “matanza del templo mayor” con centenares de muertos inocentes, o el asesinato a cuchilladas de Motecuhzoma, el gran emperador, como respuesta al alzamiento de los “indios”. El ardid de Cortés es proverbial; sus astucias de mando, su control de las tropas y la agudeza militar. A esa zona del mundo los españoles llevaron armas que los habitantes del lugar no habían visto en su vida. Algunas escupían fuego por la boca y dejaban decenas de muertos en el campo. Más un animal que sembraba el pavor: el caballo. La acción de Cortés era contundente: machacar y luego pedir paz. Y descubrió que todos los pueblos de los alrededores de la centralidad azteca eran sus enemigos. Por los tributos y por las “guerras floridas”, que arrastraban presos hasta el altar de los sacrificios. Vio y decidió: con los soldados españoles iban millares de guerreros indios. Eso y el ingenio dicho para volver en 1520 después de la extraordinaria derrota del 19: guerra por tierra y por agua en la laguna con barcos expresamente construidos para ello. La cumbre del ser de Cortés lo fue por esa victoria. Y como encontró oro, se apresuró a buscar más oro.

La ruta era el sur, hacia Honduras. El general extremeño preparó una expedición que resultó pavorosa. Por tierra, dos años y meses de combates, hambre, cansancio… Además, como escarmiento, llevó consigo a unos cuantos caciques y al sucesor de Motecuhzoma, Cuauhtémoc, al que asesinó vil e injustificadamente ahorcándolo en un recodo del camino.

Lo cuenta Bernal Díaz del Castillo. El capitán Sandoval dejó a 8 soldados en el atajo en defensa de la retirada. Algunos resultaron heridos y uno muerto. Bernal, que era el jefe de la cuadrilla, fue elegido para enterrarlo. Lo hizo. Por conocer, registró al difunto. Encontró una taleguilla sumamente cuidada en la que encontró dados y un papel escrito que decía quién era, por si la suerte le fuera hostil: Juan Martín, natural de Tenerife.

¿Qué demonios hacía allí aquel hombre, un hombre que procedía de una tierra tan lejana del conflicto, en la primera entrada de España al Continente? Eso somos.

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