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La mujer de las palomas

Estaba en Falca, en la capital, descansando, tras un ajetreado día con mis amigos Pedro y Juan (ya deben saber ustedes que no se llaman exactamente así, pero es que pronunciar su verdadero nombre, o escribirlo, con esa cantidad de consonantes entre las que nada alguna naufragada vocal, es un pequeño sacrificio que procuro evitar)

Estaba en Falca, en la capital, descansando, tras un ajetreado día con mis amigos Pedro y Juan (ya deben saber ustedes que no se llaman exactamente así, pero es que pronunciar su verdadero nombre, o escribirlo, con esa cantidad de consonantes entre las que nada alguna naufragada vocal, es un pequeño sacrificio que procuro evitar). Me fui dando una vuelta hasta una plazoleta que queda tras el consistorio de la ciudad. Es un lugar tranquilo, con pequeños paseos entre arriates y parterres de flores cuyo nombre, en su mayoría, desconocía; una fuente con una escultura de un cisne de cuya boca salía un buen chorro de agua comandaba el lugar. En aquellos momentos, después de una opípara comida, charla intensa y, tal vez, un exceso de caldos de la isla, necesitaba estar solo, respirar el límpido aire de la tarde y descansar, física y mentalmente, hasta considerarme apto para irme a dormir.

En aquel momento la plaza estaba solitaria, el aire era extrañamente denso y un aroma agradablemente dulzón impregnaba el ambiente e invitaba a la tranquilidad que yo andaba buscando. Me senté en un banco y aquella quietud creo que me llevó, incluso, a soñar despierto. Estaba en ese estado nebuloso cuando, de pronto, noté un ruidoso rumor de aleteos, ruido que aumentó paulatinamente hasta que a mi izquierda, por uno de los paseíllos de apisonada tierra, apareció una señora mayor, que a mí me pareció estrafalariamente vestida, rodeada de un enjambre de palomas que revoloteaban a su alrededor mientras la dama sacaba de un saquito que llevaba en sus manos granos o semillas que lanzaba al aire y que, en muchas ocasiones, eran devorados mucho antes de tocar el suelo. Las palomas creaban en el aire un auténtico carrusel de giros, caídas en picado, vueltas, rotaciones y volteretas bruscas que parecían increíbles en tan corto espacio de aire y sin chocar una con otra. Y en el centro del torbellino, la señora que, tranquilamente, esparcía su generosa donación.

La seguí con la vista un buen rato mientras ella y su cohorte de aves transitaban entre flores y árboles copudos. Me pareció que el contenido de la bolsita se acababa, pues en un determinado momento desaparecieron señora y palomas de mi vista, así como cesó el ruidoso aleteo de las palomas. Supuse que éstas, ingratas, una vez vacía su despensa de cereales, habían volado para posarse en las ramas de los árboles, pero me extrañó que la mujer de estrafalaria vestimenta tampoco quedase para ser visible a mis ojos. El caso es que pareció esfumarse, como si se hubiese volatilizado o le hubiesen salido alas y hubiera acompañado a los animales en su vuelo a las ramas de los cedros. Lógicamente, estando en Falca, estos árboles no podían faltar en una recoleta plaza de la capital de la isla.

De pronto oí un susurro a mi lado y, al girar la cabeza, abandonando mi búsqueda con la vista de la señora de las palomas, he aquí que la citada persona se encontraba sentada a mi lado, en mi mismo banco.

“Tengo buenas y malas noticias para ti” me dijo antes de que me recobrara del susto de verla a junto a mí como en un acto de telequinesia.
Pensé por un momento que era extranjera, es decir, que no era de Falca, pero su perfecta dicción del castellano me dejó en la duda. No tenía aspecto de ser latina, pero también carecía de aquel tono de piel ocre tan característico de los habitantes de la isla. ¿De dónde habría aparecido esta mujer?

“No tengo grandes deseos de conocer ni las malas ni las buenas noticias por el momento, contesté”
Insistió ella: ”De todas maneras te comunicaré la mala: Alguien morirá pronto”-

Me eché a reír. “Esa profecía también te la podría haber dicho yo también. Es una perfecta tontería”

“Y no serás tú”, terminó la mujer de las palomas que, inexplicablemente, volvió a desaparecer.

Un poco aturdido por la experiencia volví a la casa de mis amigos, quienes se mostraron compungidos por no haberme advertido que debía haber evitado acercarme a la plaza. “Está llena de flores del sueño”, me explicaron, “y al empezar la tarde, durante unas dos horas más o menos, emanan un efluvio especial que atrae a las almas perdidas… o eso cuentan”.

Yo quise creer que sólo había sido una alucinación, pero mi amigo Pedro murió unos días después mientras escalaba en la serranía del norte que prácticamente parte a la isla en dos.

Por si las moscas no volví a la plaza de detrás del ayuntamiento de Falca nunca más.

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