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Los almohadones vagabundos

Vivo en mi vieja casa terrera. Vivo solo y ya mayor esperando únicamente que llegue la hora de mi partida

Vivo en mi vieja casa terrera. Vivo solo y ya mayor esperando únicamente que llegue la hora de mi partida. Pero no quiero parecer un hombre patético y antisocial por vivir en una casa llena de corrientes de aire, donde las puertas y ventanas cierran mal y el tejado necesita más de un remiendo. Sucede algo, tal vez raro, que pienso que ustedes no comprenderán; nací aquí hace ya un montón de años, me casé y mi esposa me dio hijos que también nacieron aquí; pero, lo esencial, es que esta casa la construyó el tatarabuelo del tatarabuelo de mi tatarabuelo, cuando la tierra era un lugar sacrosanto, bendecido por las hadas y los duendes. Así que aquí vivo y aquí moriré.

En el salón de la casa, habitación amplia que contiene un gran sofá y dos sillones llenos de cojines que bordó mi señora, paso la mayor parte del día. Leo hasta que mis ojos lloran; dormito y sueño con épocas pasadas, cuando los hombres aún no vendían los terrenos de sus antepasados; y contemplo como el sol ilumina toda la casa, de atrás adelante, hasta que llega la oscuridad.

Para mí el orden es fundamental. El retrato de nuestra boda encima de la mesa del centro, el florero con alguna flor silvestre que recojo en el cercano campo, detrás de la foto; los sillones colocados simétricamente con un cojín cada uno: el sofá bajo la ventana que da al poniente con tres cojines separados entre sí.

La vista, que ya funciona mal, me dio un pequeño susto el otro día cuando advertí que faltaba uno de los pequeños almohadones del sofá; cerré los ojos y los volví a abrir; no, no eran ellos los que fallaban, allí, en el sofá, faltaba el cojín de un lateral, en el que aparecía una frase de algún libro que en un tiempo leyó mi esposa, algo cursi, sin duda, pero en el que yo leía cariño.

Me levanté y miré detrás del mueble. En efecto, allí estaba el almohadón desaparecido, apoyado contra una rendija de la puerta ventana. Lo recogí del suelo y lo coloqué en el lugar que le correspondía.

Pero el hecho volvió a ocurrir en dos o tres ocasiones. Pensé que, de verdad, me estaba volviendo viejo, tal vez iniciando un alhzeimer o una demencia senil, tomando y soltando los objetos sin darme cuenta bien de lo que hacía. Incluso llegué a temer que llegara algún administrativo arrogante e inmisericorde proveniente de un gobierno de jóvenes políticos que ordenase mi traslado a un lugar aún más inmisericorde, donde me tratarían como una cosa y no como una persona, como un ser humano, más bien como un mueble deteriorado que tenía que ser almacenado donde se guardan los restos de las vidas ajenas.

Elucubraciones mías que tuvieron un final feliz, pues una noche, desvelado una vez más pensando en lo que me iba a ocurrir si continuaba observando cosas y haciendo cosas que no debería ni observar ni hacer, decidí levantarme de la cama e ir a sentarme en el salón, en el sillón donde leía.

Por fin llegó el sueño. De pronto oí voces a mis pies y, de nuevo, abrí los ojos al tiempo que mi mente me anunciaba mi rápido traslado a un Hospital de Locos. Pero no.

Pude contemplar entonces como cinco o seis personajillos diminutos cargaban con uno de los cojines (exactamente, el de la frase cursilona), al tiempo que conversaban entre sí: “ A ver si este viejo tonto arregla de una vez esta casa, que si no tapamos las corrientes de aire que entran por esa puerta vamos todos a morir de pulmonía”.

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