tribuna

Hawking

En un despacho que nos habilitó en la sede lagunera del IAC Rafael Rebolo en los años 90 me encerré a entrevistar a George Smoot, que en 2006 fue premio Nobel de Física

En un despacho que nos habilitó en la sede lagunera del IAC Rafael Rebolo en los años 90 me encerré a entrevistar a George Smoot, que en 2006 fue premio Nobel de Física. Era un privilegio conversar en exclusiva con aquel apóstol del Big Bang cuando la teoría no contaba aún con el consenso generalizado de que ahora goza entre la comunidad científica internacional. Mucho tiempo después, en 2014, tuve el privilegio de seguir de cerca durante cuatro días los movimientos de Stephen Hawking. Es un decir. Su cuerpo permanecía inmóvil sobre una silla de ruedas, en cuyo respaldo llevaba una cápsula de oxígeno porque los médicos sabían que en cualquier momento -desde hacía medio siglo- podía morirse de sopetón. Sin embargo, Hawking sonreía a menudo, y no parecía fingir un estado de ánimo artificial por motivos de imagen. Celoso como el que más de esta última, vestido siempre de manera impecable, como quien se expone a todas horas bajo los focos, Hawking cambió mi percepción de los derroteros de la vida. ¿Con qué derecho nos lamentamos dramáticamente al menor revés, viendo su heroica supervivencia salpicada de buen humor, sus conferencias divertidas, su defensa de la vida hasta el último músculo de su mejilla frente al azote de la dolencia motoneuronal vinculada con la esclerosis lateral amiotrófica que no había podido acabar con él?

Ahora, leer el libro inédito de Hawking sobre Dios y los extraterrestres o los viajes en el tiempo, Breves respuestas a las grandes preguntas, ha supuesto un reencuentro con el genio que falleció en marzo pasado, el mismo día que nació Einstein, una coincidencia casi buscada, pues tenía a gala haber venido al mundo 300 años después de la muerte de Galileo. Hawking se ha puesto de moda estos días, como si la muerte no fuera suficiente para apagar su estrella. Además de su obra póstuma -que nos recuerda al autor del bestseller Breve historia del tiempo, tan grande haciendo ciencia como divulgación-, ahora, su colega de Cambridge Roger Penrose acaba de hacerle un homenaje por todo lo alto: afirma haber descubierto la prueba de la llamada radiación de Hawking, la que emiten sus viejos conocidos, los agujeros negros. Estamos en plena resurrección del fantasma de aquel científico que era el más célebre después de Eisntein, y algún día nos sorprenderá bajo un holograma, como hizo en Hong Kong un año antes de fallecer.

Rebolo fue un chute de adrenalina para Hawking. Cuando se conocieron se fraguó al instante la idea de que el físico británico pasara temporadas en Tenerife compartiendo inquietudes con investigadores de primer nivel. Fui testigo de ese encuentro que emocionó tanto al cosmólogo de Oxford. Y fue una pena no poder desarrollar esa colaboración, que despertó grandes expectativas desde que el astrofísico Garik Israelian lo invitara a su Starmus de ciencia y rock.

En la entrevista con George Smoot comprobé la relevancia de Rebolo. El actual director del IAC ya era entonces uno de los pioneros que en el mundo buscaban desde los años 80 pruebas del santo grial del Big Bang, de sus primeras manifestaciones y huellas. Sus trabajos desde el Observatorio del Teide con astrónomos de Mánchester y Cambridge en el Experimento de Tenerife había sido de gran ayuda para el físico estadounidense, y Smoot me confesó su agradecimiento a los hallazgos del equipo de Rebolo, que permitieron confirmar la existencia de las semillas del universo, el rastro prehistórico de la Gran Explosión, tras las primeras evidencias difundidas por el satélite COBE de la NASA, que dieron la gloria a Smoot. Rebolo lideraba hasta entonces los estudios con sus radiómetros en tierra, pero Smoot vivía en Estados Unidos y dispuso de la tecnología de su país. El Nobel lo ganó el que vivía en la primera potencia y no en una isla. Ahora que acabamos de celebrar el 30 aniversario de la ley de protección del cielo, la primera del mundo, conviene decir que los canarios debemos nuestra predilección por la astronomía al hecho de que en los años 70 el joven astrofísico Francisco Sánchez convenciera a Adolfo Suárez para invertir en observatorios por una vez en detrimento de las carreteras. En el libro que escribimos sobre esos orígenes llama la atención cómo en la vida se radican los mayores éxitos en lo irracional de los sueños que se apoderan de algunas personas carismáticamente inflexibles. Es una lección que nos sirve en continuas facetas cotidianas. Hawking era un paradigma de esa fuerza invencible de la mente humana, aun en un cuerpo inerte. Sanchez vino a Tenerife por una corazonada que no lo dejaba en paz. Lo dejó todo y se mudó con su incipiente familia a una casa perdida en una isla en el corazón de un volcán, para secundar las observaciones de Charles Piazzi Smyth con su modesto telescopio en la misma cima. Los observatorios de Izaña y el Roque de los Muchachos son hoy una exhibición de músculo que excede las dimensiones de un archipiélago y un país convertidos en la joya de la corona de la ciencia en Europa. Cuando el Telescopio Extremadamente Grande se fue para Atacama (Chile), ya que España dejó a Sánchez solo, me sonaba aquel desierto porque había leído que Gonzalo Rojas, uno de mis poetas favoritos, había huido hasta ese desierto con un amor adolescente huyendo de maridos, como “un loco que necesita cumbre”, decía Huidobro. Sánchez, Rebolo y Hawking, poetas a su modo, gestionan los sueños más elevados, que son los del Universo con los pies en la Tierra.

Entré aquella vez en el pasillo helado del supercomputador de Tenerife acompañando a Hawking y había que verle exultante en su silla de ruedas. Era el paralítico más hiperactivo que uno puede imaginarse. Apenas podía moverse y solo se comunicaba con el último tic facial que conservaba conectado a un sensor; de ahí partían sus frases en la pantalla del ordenador, escritas con lentitud desesperante, y la voz metálica que finalmente hablaba por él. Cuando murió, en casa lo sentimos como una pérdida cercana. En la foto de Lucia con Hawking hay una sensación de reposo magnética y, después de frecuentarlo cuatro días, siendo quien era -una vida de cine-, se te hacía una presencia afectuosa, un ser extraordinario, inasequible al desaliento.

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