tribuna

Jingilones

En cierta ocasión me enteré de que en algunas zonas de la Península y con distintos apelativos según las regiones, cuando una persona pregunta “¿qué vamos a comer hoy?”, el ama de casa, el dueño o la, el cocinero, contesta: Canguingos, en plan de mofa y para no responder a la pregunta hecha. No sé por qué, pero al hablar de ese tema recordé otro.

Nunca he sido una persona que se ha preocupado por lo que le toca ese día almorzar, cenar o desayunar. No me dedico a conocer las viandas más célebres de cada pueblo o zona, con cata incluida, pero esa vez en Falca no me quedó otro remedio que acudir a una celebración, no recuerdo cuál, en la que lo único que se mastica es una especie de fritanga que ellos llaman “jingilones”. Es una mala traducción, como siempre, pues el idioma de la isla es muy complicado. Recuerdo que la primera consonante resonaba muy fuerte y que al final la palabra parecía escaparse sigilosamente, como una serpiente en la hierba. En realidad, cuando la pronuncian parecen gargarizar (o eso pienso yo), pero la dichosa palabreja me sonaba así, jingilones, y así la he llamado siempre.

No sé lo que era ni es probable que lo sepa alguna vez, pues ni los amigos más íntimos (dentro de la intimidad que puede existir entre un isleño canario, del “sur” y otro de Falca, allá arriba, casi en el Polo Norte dicen ellos, si bien esto último es una exageración de tomo y lomo) supieron desvelarme el secreto que encerraba la receta en cuestión.

Algo sí me explicaron sobre el misterioso alimento durante el banquete, que duró casi toda la noche y que afortunadamente sólo se celebra cada cinco años, en una fecha que, aún después de muchos años de visitar y patear la isla haciendo preguntas, desconozco, como tantas otras cuestiones de su folclore, costumbres, creencias y supersticiones. Lo poco que saqué en claro es que en los jingilones se encuentra una especie de un estupefaciente, una droga, que les permite a ellos, a los habitantes de la isla de Falca, perder de cierta sensibilidad. Tras ingerir una buena cantidad “podemos no oír lo que no nos interesa, no ver lo que no nos explicamos y no tener tacto cuando lo que se toca puede perjudicar”, me lo dijeron como una letanía, como una oración secreta de una logia masónica o una mafia siciliana. Lo toman desde niños y luego, cuando son adultos, cada cinco años, como una especie de revacunación.

Pensándolo bien, eso explica muchas cosas que me han pasado en esa isla del Atlántico Norte, la de los inmensos campos de cedros. Situaciones que viví rodeado siempre de lo que yo pensaba que era secretismo y que ahora comprendo que sólo era ignorancia, ya que los habitantes de la misma no parecen enterarse de lo que realmente sucede.

También aclaró una cuestión que ese año, después de la ingestión de los jingilones, me ocurrió y que fue que durante meses sentí como si una coraza superpotente me aislara del resto del mundo, como si ya no tuviese en mi cuerpo esos cinco, por lo menos, sentidos de que nos ha dotado la naturaleza.
Pero lo realmente desagradable fue el desenlace, la expulsión de la droga de mi organismo, cosa que entendí perfectamente cuando, habiendo pasado casi un año de esa estancia en Falca, comencé a notar alucinaciones visuales, táctiles y en la ingesta de ciertos alimentos.

Tan pronto mirando el mar veía una ola violeta que parecía querer envolverme con tentáculos de calamar gigante, como una gaviota que se lanzaba como una flecha sobre mis ojos. O, mientras tomaba un helado, el material frío se convertía en tiras de jingilones que provocaba, prácticamente, el cierre de mi garganta. Y en mi mente aparecieron imágenes de unas moscas enormes que provenían de la Laguna del norte de la isla; o de esclavos de oscuro color sujetos con cadenas a pilotes metálicos; o senderos inacabables, infinitos, que giraban una y otra vez introduciéndome en un vertiginoso laberinto que no tenía salida o, que, por lo menos, nunca lograba encontrar. Mientras, en mis oídos, dos calderos y numerosas botellas de cristal vacías, componían sinfonías inacabables. En mis sueños aparecía con frecuencia una sombra blanca situada entre los cristales y la reja de una ventana, que se movía en todos los sentidos y que, de vez en cuando, tomaba la figura de una pajarita de papel en estado embrionario…

Un atardecer igual que otro cualquiera desaparecieron las alucinaciones de cualquier tipo, espejismos y sonidos inarmónicos, algesias y dédalos, insectos gigantes y pájaros asesinos. Volví a la normalidad. A mi normalidad.

No sé exactamente si fueron horas, días o semanas lo que duró aquella horrible experiencia pero, aunque nunca me ha gustado hacerlo, juré por todo lo que se puede jurar que jamás en mi vida volvería a comer jingilones.

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