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Gandul

Este año que empieza, el 2019, voy a asumir más que nunca mi papel del dolce far niente. Ya sé que puede ser un deseo típico de los comienzos de un año nuevo, pero si les digo la verdad nunca había sentido el deseo de hacer el vago como hasta ahora. Me declaro adicto a las vallas verdes y plásticas de las zonas en obras y ya estoy entrenando, es decir, metiendo el dedo en ellas para ver con un ojo lo que ocurre dentro. Esta es una actitud cerril del jubileta, al que le aumenta la curiosidad por lo obvio a medida que cumple años. Además, me voy a apuntar a los viajes del Imserso para ir a Benidorm a toquetear a las viejas que se dejen, en esos bailes furibundos, y ya empiezo a oler yo también a viejo, que es un aroma que nace entre el footing artrósico y la tumba. Además, a los viejos declarados nos jode menos la Agencia Tributaria, porque yo creo que nos da por muertos, y en las casas toca más bien poco el cartero con la carta negra, más negra que la propia sombra del susodicho cartero, al que el régimen le ha atribuido funciones de notario. Va con un aparato que al parecer posee presunción legal de certeza el muy jodido. Así que 2019 será un año, si lo cumplo entero, de jubileta contumaz y además sabático; es decir que abrazo la gandulería, el ninismo y el más deshonroso papel de manganzón funcional. Y, además, lo tengo decidido, así que los amigos deben abstenerse de llamar por teléfono para que no diga estupideces, sencillamente porque no son estupideces. Tengo derecho a ser gandul y voy a ejercer ese derecho, al menos para experimentar lo que se siente. Porque debe ser cojonudo, a juzgar por la banda de ociosos que veo en la televisión, casi siempre reunidos en un semicírculo.

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