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Roma

Está Roma tan caótica y maravillosa como siempre. Y tan fraudulenta: los taxistas se inventan suplementos de precio cuando quieren, los comercios se equivocan en las vueltas, siempre a su favor, el tour de los museos vaticanos y la Capilla Sixtina es un multitudinario fraude. Si un día un loco echa gas pimienta en la cola hay una desgracia: no existen medidas de seguridad, si acaso una muy light, a la entrada. Jamás repetiré esta visita porque peligra mi vida y no exagero nada. La Roma de los palacios está intacta, mientras el papa Francisco arrastra una multitud hacia la Plaza de España, donde se alza el monumento a la Inmaculada. El Tíber parece que no corre, sino que desagua despacio, si acaso arrastrando a algún pato. El tráfico es tan caótico como siempre y las Vespas no circulan tal libremente como la de Gregory Peck y Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, una película que me marcó a mí, marcó a la ciudad e hizo brotar mi amor por la capital italiana. Milagrosamente, hubo un momento en el que la Fontana de Trevi se quedó casi sin gente y mi hija y yo pudimos lanzar las monedas libremente. Yo pedí dinero, ella no sé. Y en Alfredo, que ahora regenta la hermana del último Alfredo, sólo vi con clientes tres o cuatro mesas, cuyos ocupantes saboreaban los inigualables fetuchinis. Yo repetí y al día siguiente tenía el azúcar en 159. No es bueno abusar. Cada vez que pueda volveré a Roma, tan sólo para ver cómo los italianos urden y consuman sus trampas. En España se roba, en Italia se hacen trampas. Me gusta más lo segundo. En esta ocasión no encontré al hombre que guarda las llaves de los palacios de Roma, como en La gran belleza, de Sorrentino. Otra vez saludaré a Gambardella.

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