tribuna

50 años sin paz

En este 2019, impar y preludio de grandes aniversarios de esta casa, celebro 50 años de periodismo. Sospecho cierta predeterminación en ello, pues tenía tan solo 12 años cuando don Víctor Zurita me apadrinó en el periódico La Tarde y desde aquel bautizo de fuego ha sido una práctica diaria como la de comer o dormir. No sé qué arquetipo de periodista admirar más, si Indro Montanelli o Gay Talese, pero me he pasado medio siglo queriendo dar con la esencia inoxidable de este oficio, con su extraño poder de seducción. En los años de la censura, Alfonso García Ramos o Ernesto Salcedo eran directores cortados por la misma tijera, con una premonición de la libertad de prensa que un día imperaría en este país. Una vez no contrasté la noticia, me denunciaron, y Salcedo me dijo: “Ahora vas y te defiendes”. Pero nunca te dejaba tirado. Eran generosos con los novatos y la importancia social de los directores de periódicos no tenía parangón con la de ahora, encarnada en el editor. En aquellas islas sucursales, bajo el férreo centralismo de los 60 y 70, se contraponían al gobernador de turno, eran un poder fáctico, la contraparte y, en ocasiones, su copartícipe. Es curioso que, medio siglo después, se me ocurra este símil, pues yo creo que los directores tenían más poder o tanto que los presidentes de cabildos eran una suerte de sultanes insulares en la feroz división provincial. Dos Canarias que se odiaban tribalmente a través de la prensa, alimento de la bicha del pleito. El veneno de la dictadura prendía de esa forma en nuestra génesis de pueblo revirado sin alma, corazón ni cabeza, sino dos, como Jano con las ideas contrariadas; solo islas a la greña, hasta que llegó la autonomía y tuvimos alma y corazón, pero no pudimos evitar la bicefalia, y los periódicos ahora tienen que repensarse o desaparecen si ceden la voz crítica al poder y su fragancia, que les sufraga. Hace cincuenta años, los diarios -los había también vespertinos, como La Tarde- eran las hojas de ruta sin las que no se podía dar un paso. Por eso me impresiona aún que nos admitieran como tropas auxiliares en sus filas, sin mayores obstáculos. Lograr un puesto en los templos sagrados de la prensa era como tocar la luna, donde el hombre era un recién llegado -ese año empecé, 1969-. No recuerdo otros infantes ejerciendo por entonces, pese a las nulas objeciones por la poca edad ni más

reticencias. Fueron muy amables con nosotros, niños al fin y al cabo metiendo las narices en un asunto de tanta repercusión social. A Juan Cruz le escuché contar cosas parecidas cuando debutó con crónicas deportivas en el semanario Aire Libre. La impagable hospitalidad de los periodistas consagrados respecto a unos intrusos con pantalones cortos. Yo era el ser más feliz de la tierra cuando entraba en un periódico.

Una de las cosas que más me impresionó fue la vez que García Ramos nos puso en mitad de la redacción a Martín, a Zenaido y a mí y dijo delante de Eliseo Izquierdo y toda la plana mayor de La Tarde que había que prohijarnos, procurarnos cobijo para que siguiéramos siendo periodistas el día de mañana. Salcedo fue otro valedor de prosélitos precoces. En las páginas de El Día, cuando teníamos sentido de la ubicuidad, hacíamos el cierre hasta la madrugada y de día impartíamos ciclos de cultura por los pueblos con Pascual Arroyo en la Caja de Ahorros, al abrigo de jefes de mente abierta, como Juan Ravina y Juan Cas. Cuando organizamos la huelga de la banca, en pleno franquismo, ellos dos y el más conservador, Ernesto Lecuona, descartaron despedirnos. Era gente que no tenía malicia, unos más liberales que otros, pero tocados por una misma bonhomía. (Cuento esto y no me explico cómo íbamos a clases nocturnas y hacíamos el cierre en El Día, pero ocurrió así). Ejercer el periodismo era una poligamia altruista. Casi todos tenían un segundo oficio para cuadrar el mes. Me hice grumete de este barco una tarde en La Tarde. Mi tío Paco Martínez del Rosario y yo llegamos, después de almorzar, a la esquina de la calle del Castillo con Suarez Guerra. Él, como de costumbre, abrió la librería -La Prensa- y le dije que iba a La Tardea entregar unas cosas. Me dejó ir. Subí las escaleras con mi colaboración en la mano y toqué con los nudillos la puerta del director. A don Víctor le pareció bien y guardó el artículo y el soneto en una caja de zapatos, donde pensé que caerían en el olvido. Pero salieron en La Tarde de inmediato, y no hay alegría mayor que la de verse publicado en un periódico de papel. Mi primer director me ofreció colaborar cuantas veces quisiera. Hace cincuenta años que lo tomé por la palabra; recuerdo ese instante definitivo de mi niñez que decidió todo lo que iba a sucederme después. El hobby se comió a las demás habilidades, que se fueron atrofiando. Cuando me atreví a pasar el Rubicón llevaba tiempo de rodaje en las páginas de La ballena alegre, de Madrid, y algún periódico escolar. Después, frecuenté La Isla de los Niños, la página de Ricardo García Luis. Dominaba los géneros, la entrevista, la crónica, el reportaje, apuntaciones y notas, como decía Larra. Más tarde hice también caricaturas y conocí a Paco Martínez, que geometrizaba la figura humana y con un collagede recortes y lazos de botellas de Terry ganó el Salón mundial de Montreal con una versión de Brigitte Bardot, y se convirtió en una leyenda. Mi infancia no son recuerdos de un patio, sino de La Tarde y La Hoja del Lunes, y después vine a este Diario de Avisos recién llegado de La Palma, de la mano del profuso Gilberto Alemán. Santiago Vilanova nos fichó a mi hermano y a mí para el Diario de Barcelona, el decano de Europa. Ezcurra nos abrió las puertas de Triunfo, donde reinaban Haro Tecglen y Vázquez Montalbán. Daniel Gavela nos aceptó en El País por una crónica del accidente de Los Rodeos en 1980 (146 muertos) y estuvimos quince años de corresponsales en Canarias con Cebrián, Estefania y Ceberio de directores por este orden. Cincuenta años de prensa (y radio con Pardellas y el prolífico Paco Padrón, y televisión). No siendo Larry King, mi mejor trabajo me llegó al final, a una edad provecta, como al entrevistador de la CNN que desenterró Ted Turner. Mi exhumación la hizo Lucas Fernández, poniéndome al volante del decano, un periódico histórico como lo era el Washington Post cuando Jeff Bezos lo reflotó. No sé qué explica que este hecho haya acontecido, pero sí que representa mi mejor colofón.

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