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Complicaciones

Por desgracia hoy en día rara es la persona que no ha tenido relación (o relaciones) con algún complejo sanitario

Por desgracia hoy en día rara es la persona que no ha tenido relación (o relaciones) con algún complejo sanitario. Cuando aún no había cambiado los dientes, ir al médico, aparte de la perrera que el niño armaba, era una cosa relativamente tranquila. Llegabas a la puerta de una casita terrera, te abría la puerta una enfermera de aquellos tiempos (quiero decir que carecía de cualquier título pero, eso sí, era una mujer experimentada) y te conducía junto al doctor el cual, diligentemente, te metía una especie de cuchara en la boca, en ocasiones con riesgo de romper un diente, y decía: “Anginas”. Escribía en un papelito qué tenías que llevar a la farmacia de al lado, te daban unas medicinas y a casa. Eso era todo. Ahora no.

Tras una especie de rally de Dakar, de un sitio a otro entregando y recogiendo notificaciones, recibos y cartulinas de colores, terminas en la meta del Complejo Sanitario. El problema continúa, pues a nadie se le ha ocurrido entregar a la entrada del paciente, a éste, un GPS que te conduzca a ese lugar misterioso y esotérico donde hombres y mujeres con batas blancas, o verdes, van a realizar la magia de curarte.

Comienza entonces otro peregrinaje en busca de ese otro Santo Grial. En la cartulina azul dice: 5ª Planta, pasillo B., puerta 14, pero resulta que el ascensor que tomas solo llega a la 4ª planta (lo hacen adrede, para que tu mente trabaje y no se oxide siempre sentado en un sillón mirando en la televisión partidos de fútbol), por lo que te lanzas por un pasillo oscuro y un tanto tétrico esperando (ay, si no hubiese esperanza) hallar una escalera u otro ascensor que te ayude a subir a la planta superior.

Lo malo es que encuentras una escalera, subes por ella y te encuentras una puerta que dice “No pasar. Zona de descontaminación” ¡Caray!, dónde me he metido, dices, y bajas a toda la velocidad hasta pisar de nuevo la cuarta planta. Más allá localizas un ascensor pero, amigo, con un cartelito (los dichosos cartelitos de los complejos sanitarios) que especifica: ”Solo personal sanitario”.

No se ve a bicho viviente alguno a quien preguntar y, si tienes la suerte de tropezarte con alguien, ese “alguien” es otro náufrago como tú que, con cara descompuesta te dice “¿Me podría indicar por dónde se llega al laboratorio de “Indicios Sospechosos?”.

Se inicia en tu mente un principio de claustrofobia que crece en progresión geométrica a medida que recorres el pasillo de la cuarta planta dos o tres veces y en direcciones opuestas.

Aparece una bifurcación la cual se adorna con dos sillas a un lado. Bueno, piensas, por lo menos podré sentarme y descansar. Te sientas y casi en el mismo momento que colocas tus posaderas en el mueble oyes un grito: “¡Socorro, sáquenme de aquí!” al tiempo que se escuchan unos aporreos contra una madera o similar.

Los gritos continúan. Los golpes también. Tú, osado, te arriesgas a penetrar en el ramal de la izquierda hasta que localizas una puerta que vibra al ser golpeada y que parece ser que tras ella se encuentra el origen de los alaridos.

“Aseos de señoras”. ¡Vaya, por Dios!, ahora resulta que se trata de una mujer. Este descubrimiento te atonta aún más. Suele ocurrir casi siempre en los hombres simplones, poco prácticos y que carecen de espíritu social. No obstante, tocas en la puerta, aclaras que eres varón y que si puedes abrir en unos aseos de señoras… Ahora a los gritos se unen los insultos. “¿Eres idiota o qué?”, se escucha a través de la puerta. Lo cual, de paso, te indica que sí, que puedes abrir la puerta aun siendo un hombre, en determinadas circunstancias, a un aseo de señoras.

Surge el enésimo problema. La puerta no se abre, tampoco, desde afuera. Con lo cual se entabla un diálogo para besugos entre la prisionera y tú. “Empujé usted” “No, empuje usted” “Es que por aquí por más que empujo, no cede” “Pues aquí ocurre lo mismo” “¿Será que estamos empujando a la vez?” “Vamos a ponernos de acuerdo, cuando yo diga voy a empujar, usted deja de hacerlo” “Pero es que yo no empujo desde hace un rato, ahora me toca a mí” “Pues empuje usted”… Y así mucho tiempo, pero la dichosa puerta no se abre.

Cuando ya estás a punto de tirarte por una de las ventanas (hecho, por otro lado, harto difícil ya que las citadas ventanas están preparadas contra suicidas) aparece de la nada una enfermera con una llave en la mano que abre la maldita puerta. Cesan los gritos. El ambiente se inunda de paz y, entonces te atreves a preguntar: “¿Por favor, me podría decir cómo llego a la 5ª Planta?”

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