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Un niño bueno

De chico no le di jamás disgustos a mis padres y abuelos, si exceptuamos cuando me fui a Sevilla a estudiar Medicina, no di golpe y mi padre me fue a buscar y me trajo de una oreja. Fue la única vez. De resto fui, en general, buen estudiante, no cometía tropelías y mi único defecto, quizá, es que me enamoraba hasta de una escoba, defecto que resultaba en ocasiones doloroso y en otras no. Ahora recorro los paisajes portuenses de mi infancia y veo con tristeza que no queda ninguno reconocible. Si acaso la raíz de algún laurel de Indias, o una casa que se ha salvado de la quema, porque ni siquiera la mía, que era una maravilla, escapó a los zarpazos que da el mal llamado progreso. ¿Éramos antes más felices? No lo sé, esto es difícil de dilucidar pero ya nada es lo que era, ni mucho menos. ¿Ha perdido encanto el pueblo donde nací y me crie? Indudablemente, sí. Antes había cosas que fotografiar y ahora no hay sino casas nuevas que se han hecho viejas, jubiletas que transitan sudorosos con la pulsera del todo incluido y algún paisaje hermoso, como San Telmo, en los días de calma como el de hoy, cuando el mar es muy azul, y está echado, y los bañistas se solazan en sus resbaladizas terrazas de cemento basto. Hace el mismo calor en el interior del Instituto de Estudios Hispánicos, en donde contemplo una exposición, y me pregunto por qué nunca se instaló allí aire acondicionado. A la cultura hay que joderla siempre para que duela, no darle facilidades para que se extienda. En fin, si quieren son reflexiones veraniegas en medio del nada que hacer, pero me viene bien trasladarlas a ustedes. Me siento menos solo si lo hago.

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