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72

El próximo 16 de agosto, si nada lo remedia, cumpliré 72 años. Mi aspecto no dice eso, pero se trata de la cruda realidad. No espero que me regalen nada, hace mucho tiempo que ni siquiera me envían agendas por Navidad. Pero es verdad que uno ya tiene una edad, aunque todavía me adornan ciertas ilusiones que me ayudan a vivir. Un cumpleaños es siempre una fecha señalada, alcances los años que alcances, pero este mío conmemora también el primer aniversario de un infarto que no fue, de un cateterismo sin medidas adicionales y de la concienciación de que lo único que debería mantener son niveles adecuados de azúcar. Depende de mí mismo; cuando no me paso mi glucemia es completamente normal y eso hace que, si me pongo, estoy siempre bien. Dicen los británicos que hablar de la salud propia es de mala educación; y apostillaba el maestro González Ruano que él disfrutaba de una mala salud de hierro. Y era verdad, murió muy joven, no sé si había cumplido los sesenta, aunque parecía un viejo. Miro una foto de mi bisabuelo paterno, que murió sin cumplirlos, y parecía otro viejo. Claro que tuvo nueve hijos y esta es toda una responsabilidad. A esta edad, mi vida ha cambiado poco. Yo me creo mucho más joven y soy capaz de convertir un artículo sobre mi salud en una especie de relato intrascendente como este. El 16 de agosto seré un poco más viejo, pero yo no lo siento en mis huesos. Ni siquiera me ocupo de ver la lista de hospitales cuando me voy de viaje, aunque sí llevo un botiquín. Consumo 13 pastillas diarias y me doy un pinchazo de un medicamento finlandés que me han recetado. El otro día, la médico de la Seguridad Social me dijo que mi historial figuraba en blanco. Menos mal.

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