tribuna

Cuarenta años sin Franco no es nada

Para Sánchez, Franco era su seña de identidad, su sello, su leitmotiv y su trofeo en la recurrente clasificación de los presidentes y sus gestas. Zapatero aprobó el matrimonio gay. Aznar hizo la guerra de Irak y puso los pies sobre la mesa junto a Bush. Rajoy evitó el rescate en la Gran Recesión. A Felipe González le debemos la entrada en Europa. Suárez trajo la democracia. Y la democracia enterró el jueves a Franco por decisión de Sánchez, suyo es ese gol. En su visita de ayer a la Isla de la que salió en el 36 el futuro dictador rumbo a la guerra civil, Sánchez dibujó una regresión, viajó al origen de esa génesis que hizo de Franco un mito, un personaje grotesco de voz aflautada (le llamaban el Cerillita en la escuela de El Ferrol, porque, según su hermana Pilar, “era poquita cosa”) que se radicalizó en Canarias cuando cobrábamos fama de lugar de destierro. El militar que Paul Preston conoce como la palma de la mano (su biógrafo, que no su hagiógrafo) recuerda su fortuna ilegítima de 400 millones de euros, fruto de una dilatada vida de adueñamiento y corrupción (El holocausto español: Un pueblo traicionado, Debate).

Ha muerto dos veces, en dos tiempos, como si hubiera quedado en tiempo muerto 44 años por obra y gracia de la Transición y ahora, en la segunda Transición que los indignados del 15-M de 2011 alientan, lo exhumaran del mausoleo del Valle de los Caídos para enterrarlo definitivamente en el cementerio de El Pardo en una tumba familiar en un lugar más discreto, junto a franquistas incondicionales como Arias Navarro o Carrero Blanco y junto a donde yace su propia mujer, Carmen Polo, allí donde poder morir de una vez por todas bajo la losa de la democracia. De ahí nuestro titular del viernes en portada: La democracia entierra a Franco.

Es el final de una década, el crepúsculo del segundo ciclo de un siglo que renuncia a la mayéutica socrática más elemental de padres a hijos y de maestros a discípulos, el preguntarnos el destino hasta descubrirlo en nosotros mismos, y, en cambio, sucumbir al ruido y la furia. La cita de estas últimas palabras, del Macbeth de Shakespeare con que tituló Faulkner una de sus más célebres y complejas novelas y que Jorge Berástegui extrajo del diálogo en CajaCanarias de Luis Landero y Juan Cruz, describe el clima político de esta precampaña. Amén de que, por cierto, entre los versos originales de la tragedia, “mañana y mañana y mañana…”, se desliza “el camino a la muerte polvorienta”, que viene a decirnos ahora, tras ver retransmitido el traslado de los restos del faraón, que nada escapa a su suerte, que es la muerte, aun disfrazada de mitin cuando ni siquiera ya hay mito del que hablar. Sorprenden por ridículas las quejas de los Franco desgañitándose encriptados en Mingorrubio, bajo sospecha de haber grabado la reinhumación: “Que nos dejen salir. Esto es una dictadura”.

Estamos asistiendo a una era contrahecha: futurista y carca a la vez. Los mismos Franco con distinto collar. Vuelven, en efecto, los efluvios de Franco y Hitler, que este miércoles cumplían 79 años de su entrevista inverosímil en el vagón del tren del führer en Hendaya, cuando el nazi dedujo que el dictador español no era de fiar, bien por timorato o por zorruno. Careos tan fútiles como ese ha habido otros posteriores en la historia de guiñoles de las altas intrigas palaciegas de la política bufa internacional. Es la misma modalidad de los esperpénticos encuentros y desencuentros de Trump y Kim Jong-un, al borde de lo histriónico o pueril. Ahora como entonces, desconcierta la manera en que estos personajes torpes e intrascendentes consiguen farandulear eclipsando al resto de líderes de su tiempo. Hitler levanta todavía pasiones tres cuartos de siglo después en la misma Alemania que lo proscribió por sus horrendos crímenes. Y Franco suscita muestras de adhesión y simpatía en partidos como Vox. De esta deforme guisa se construye el nuevo estado de cosas, en favor de los peores ecos de la historia. Resulta tentador, al parecer, en determinados ámbitos políticos remozar a los muertos infaustos y hacer los fastos de su feligresía con banderonas y risitas. En estas circunstancias, la exhumación y reinhumación de Franco tiene una simbología histórica, abortar nostalgias cuando Europa, por razones que se nos escapan, no resucita a Churchill y sí a Hitler, no a Azaña o Negrín, pero sí a Franco. Que la democracia haya enterrado al dictador puede exacerbar los ánimos más recalcitrantes, pero al cabo de unas cuantas manos alzadas y tres caras al sol, se restablece el estado ordinario de las cosas.

No cabe tamaña añoranza, aún en la retina los empellones a Gutiérrez Mellado, los tiros al cielo del Congreso y los rehenes saliendo por las ventanas. No es de recibo que Tejero resurja de las tinieblas y recorra como un fantasma de piedra el exterior del Valle de los Caídos donde el jueves sacaban a Franco, para desenterrar con su presencia los peores recuerdos de aquella democracia imberbe que en febrero de 1981 estuvo a punto de irse al garete por culpa de él y sus tricornios revirados. La escasa pedagogía y conocimiento acerca de los hechos que se discuten hacen inviable un juicio veraz, si no feroz, de la historia que se exhuma y sepulta de nuevo con este trajín de los huesos del dictador entre Cuelgamuros y Mingorrubio.

Por si acaso la edad me conserva fresca en el trastero la memoria de los años hoscos de franquismo y los albores de la libertad que ha permitido hasta hoy cuarenta años de elecciones tras elecciones. Nos toca recontar a quienes no lo vivieron el quid de la cuestión y el porqué de la defensa de la democracia con uñas y dientes si fuera necesario, frente a la amenaza de los rescoldos de un ayer que se envalentona. Por eso Franco -en mitad de las hogueras de Cataluña- ha salido en procesión en esta precampaña del 10-N, pues acaso haya que revisar el tango y decir que cuarenta años no es nada.

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