tribuna

La fábula

En los corrillos del nuevo Gobierno se preguntaban con sorna “¿y ahora qué nuevas desgracias nos aguardan?”, tras la mala racha de estos primeros cien días. El incendio del Ateneo de La Laguna tiene una impronta conexa con los otros incendios de agosto en Gran Canaria, que pusieron en guardia a la opinión pública ante la gran devastación. Aquella fue una alarma muy didáctica, que puso el listón alto, movilizó efectivos locales y nacionales y suscitó la sensación de que grandes peligros siempre se ciernen sobre las Islas y que conviene cubrirse las espaldas, poner las barbas de remojo al ver las del vecino arder.

La indefensión es uno de los síndromes inequívocamente insulares. Cuando se quema el monte pedimos una base de hidroaviones con la prioridad del necesitado; después, la ansiedad decae y nos concentramos en otro caldero al fuego. Venimos de una memoria lejana de miedos atávicos a los enemigos de dentro y de fuera. Cuando las langostas, las tormentas, cuando no los piratas… hemos contraído la costumbre de vivir con el miedo en el cuerpo. Cuando los volcanes, los incendios… asoma la introspección de esos miedos intrainsulares y consuetudinarios que forman parte de nuestra manera de ser asustadiza y osada, según la circunstancia y el momento. Ahora mismo estamos acobardados por cierta confluencia de fatalidades. El fuego impresiona en toda su expresión, pero, al cabo, limpia y rasura las brozas existentes.

De un modo u otro, determinados contratiempos como los sufridos estos primeros meses no son completamente ajenos al cambio político y social que experimentamos al mismo tiempo. La llamada herencia, que hemos visto citada con motivo de cuestiones muy diversas (desde la fiscalidad hasta la crisis turística) no es baladí, pues la política rige nuestras vidas en todas sus facetas y cada vez que dejamos de prevenir los peligros con los debidos planes de contingencia allanamos el camino a las adversidades. Digamos que las catástrofes locales que estamos presenciando participan del ocaso de un tiempo y ponen al descubierto las llagas de viejas heridas.

El Ateneo es un buen prototipo de un estado de dejadez acumulado durante décadas, respecto a la preservación de uno de los mayores patrimonios culturales e históricos de esta tierra. Algunas voces se han alzado con rotundidad. En su cuenta de Twitter, el historiador Álvaro Santana, al que en este periódico hemos escuchado lanzar advertencias descarnadas bajo un escepticismo institucional que era marca de la casa, anotó esta vez a raíz del nuevo incendio: “Arde el Ateneo de La Laguna. Esto lo escribí hace más de diez años: Más del 80% de las casas del casco histórico carecen de las más elementales medidas anti-incendios. Sigue sin hacerse nada.”

En el Parlamento, el mismo viernes que se derrumbó parte de la techumbre de tea del Ateneo, al parecer por un soplete al colocar tela asfáltica, la consejera de Turismo Yaiza Castilla empleaba el mismo tono dirigiéndose a la oposición, esta vez capitaneada por los mismos que gobernaban hasta el otro día en La Laguna y en Canarias. “Pregunté por el plan de contingencia ante la crisis de Thomas Cook. ¿Y sabe lo que me encontré? Nada”.

En la hemeroteca era indiscutible la reincidencia de apagones en las últimas décadas cuando Tenerife el pasado domingo sufrió un cero energético que nos transportó de golpe a la prehistoria de los tiempos analógicos y rudimentales. Topamos con la bestia un vez más. Tenemos mala memoria y a cada sobresalto parece que nunca sufrimos semejante percance. Pero, de inmediato, recordamos los mismos síntomas, idénticas escenas de pasadas ediciones de sucesos similares que nos habían ocurrido antes. En La Laguna se quemaron la iglesia de San Agustin en el 64 y la sede del Obispado en 2006. El casco histórico de la ciudad -decía el citado investigador Álvaro Santana de una manera muy gráfica y restallante- es una caja de fósforos resecos de más de 500 años de antigüedad. Lo prodigioso es que, ante la gran negligencia de las autoridades durante décadas de omisión no hubieran ardido más casas. El profesor Santana-Acuña, historiador por la ULL y doctor en Sociología por la Universidad de Harvard , nos declaró en agosto de 2017 que el patrimonio lagunero estaba mal gestionado: “A la alcaldía le preocupa sobre todo que las fachadas de las casas del centro estén bonitas y pintadas para los turistas. Mientras los grandes monumentos, los palacios e iglesias reciben la mayor protección, las casas terreras y el pequeño patrimonio están desprotegidos completamente.” En Marrakech, en diciembre de 1999, el Comité del Patrimonio Mundial de la UNESCO, concedió a La Laguna el título de Patrimonio de la Humanidad, como tribuo al valor de sus 600 edificios de arquitectura mudéjar y la trascendencia, incluso filosófica, de su trazado original de 1500 que permite hacer de ella una lectura a la luz de las artes de navegación como en una carta marina, un mapa de constelaciones. Todo ese embrujo pende de un hilo 20 años después. Constantemente nos asombra el poder benefactor del azar, que preserva sin apenas nuestro concurso los mayores bienes naturales y patrimoniales que poseemos y nos resguarda de mayores desastres a los que estamos expuestos por nuestra propia desidia.

Es una suerte de pacto con las leyes de la buena suerte, que inspiraran a Álex Rovira y Fernando Trías. El trébol de cuatro hojas. Pero en aquella fábula se nos instruía sobre el factor determinante de nuestras aportaciones y actitudes para favorecer de manera proactiva, es decir creando las condiciones y poniendo empeño de nuestra parte, al objeto de que las buenas cosas sucedan y nos sonría la fortuna. Lo sorprendente es que no hayamos sufrido mayores desdichas en lo económico y patrimonial y en nuestras precarias infraestructuras durante largos periodos en que no hicimos nada (como decían estos días el historiador Álvaro Santana y la consejera de Turismo, Yaiza Castilla).

La pasividad del canario confiado es proverbial. Pero estos incendios, apagones y thomas cooks, estos avisos a navegante nos vienen a alertar de que salimos de Guatemala y podemos caer en Guatepeor si no hacemos justo lo contrario de lo que hemos venido haciendo: en lugar de tantas veces nada, todo cuanto sea necesario y antes de que sea tarde.

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