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De la modorra que diezmó a los guanches y otras epidemias

Balmis vacunó de viruela en la Isla, Darwin no pudo cumplir su sueño de visitarla por una cuarentena; la peste y la fiebre amarilla, otras pesadillas
Como ocurrió en América, los virus mataron a más aborígenes en tenerife que las espadas de los invasores; en la imagen, una momia guanche. DA

“En este tiempo, por el año de mil y cuatrocientos y noventa y cuatro, ahora fuera por permisión divina, que en castigo de la matanza que los años atrás los naturales en los españoles habían hecho, ahora fuese que los aires, por el corrompimiento de los cuerpos muertos en las batallas y encuentros pasados, se hubiesen corrompido e inficionado, vino una tan grande pestilencia, de que casi todos se morían, y esta era mayor en el reino de Tegueste, Tacoronte y Taoro, aunque también andaba encarnizada y encendida en los demás reinos”. El relato es del dominico e historiador Alonso de Espinosa, primer cronista oficial de Tenerife, que a pesar de escribir unos 80 años después de los hechos sigue siendo un referente para saber sobre la modorra, esa epidemia misteriosa que acabó con un número de aborígenes imposible de conocer, pero que se estima entre 3.000 y 5.000 aborígenes de los bandos de guerra en Tenerife, donde la población era de, aproximadamente, 20.000.

Considerando que la enfermedad, también llamada moquillo y que, seguramente, no era más que una gripe común, no afectó a los invasores, resulta evidente que esta epidemia (como luego tendría lugar en América) fue fundamental para diezmar a quienes pretendían oponerse a la conquista.

“Fue tan grande la mortandad que hubo, que casi quedó la isla despoblada”, concluye Alonso de Espinosa, mientras que, un siglo después, el doctor e historiador grancanario Tomás Arias Marín de Cubas abunda en los perniciosos efectos de la modorra entre los guanches: “Estaban todos enfermos caiendose muertos de sus pies, alli havia grandes cantidades de cuerpos unos serca del agua muertos, otros emparedados en cuebas, y paredones a modo de hornillos, y todo era horroroso, y entrado el tiempo de la quaresma no parecia un hombre vivo por todos aquellos campos y sierras.”.

Los síntomas más evidentes se manifestaban en una fiebre alta, congestión y secreción nasal, dolores de cabeza y musculares, problemas respiratorios fuertes, derrames internos, y una profunda somnolencia y apatí,a que finalizaba con una especie de entrada en estado de coma y la muerte de la persona en apenas unos pocos días.

Como quiera que se extendió en un invierno particularmente frío (entre 1494 y 14995), la posterior batalla conocida como La Victoria de Acentejo dio la puntilla a la resistencia de los guanches que se resistían a los recién llegados. Su propio líder, Bencomo, perdió la vida en esa suerte de revancha por la derrota de La Matanza de Acentejo, acaecida cuando aún la modorra no había hecho de las suyas entre las filas de los primeros habitantes de estas tierras.

Aunque ciertamente se trata de una epidemia sin la que es imposible narrar la historia de Canarias, la modorra o moquillo (seguramente la gripe, hay que insistir, aunque probablemente complicada con encefalitis letárgica y neumonía) no es la única que se debe mencionar en este repaso.

Ahora que la figura del militar español Francisco Javier de Balmis y Berenguer está de actualidad al dar nombre al operativo puesto en marcha por las Fuerzas Armadas para luchar contra la propagación del coronavirus en España, bueno es recordar que este médico personal de Carlos IV convenció a dicho monarca de extender la vacuna de la viruela, entonces recién descubierta, por América.

Como era costumbre, primero paró en Canarias, y Santa Cruz de Tenerife fue el primer puerto al que arribó en 1803, como recoge en un artículo publicado en la web del Museo de Naturaleza y Arqueología de Tenerife Conrado Rodríguez-Maffiotte, director del Instituto Canario de Bioantropología y del Museo Arqueológico de Tenerife. Balmis pasó un mes vacunando a miles de personas antes de seguir camino, el 6 de enero de 1804, hacia el Nuevo Continente. Su aventura, conocida como “Real Expedición Filantrópica de la Vacuna”, tuvo lugar entre 1803 y 1806. Además de Tenerife, la comitiva (que se dividió en dos nada más llegar a América para abarcar un territorio mayor) llevó a estos héroes a Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, todo el territorio conocido en aquel entonces como Nueva España que comprendía México, California y Texas, Filipinas, China y la isla de Santa Helena (aunque era británica admitió que se procediera a la vacunación de parte de su población).

Un dato más sobre la epopeya de Balmis. A bordo del María Pita (así se llamó el barco que los desplazó) iba la rectora de la Casa de Expósitos de La Coruña, Isabel Zendal, quien sería la responsable de la atención y cuidado de los 22 niños que iban a bordo. La presencia de estos huérfanos se debe a que servían de reservorio, pues se les inoculó la vacuna (que no aguantaría tan largo desplazamiento) para poder extraer el fluido de las pústulas que se formaban (en lo que se denominó ‘método seriado’).

Balmis aprovechó para estudiar la fauna y flora de los lugares que iba visitando, tal y como hacía Alexander von Humboldt, harto conocido por estos lares. Precisamente, uno de sus admiradores (que acabaría superándolo en fama y logros) era el autor de La evolución de las especies, Charles Darwin, quien antes de su histórico viaje en el Beagle escribió a su primo William: “Hablo, pienso y sueño con ir a las Islas Canarias; yo estoy aprendiendo español. Estoy seguro de que nadie nos impedirá ver el árbol del Gran Dragón”. Mas, cuando ya se encontraba frente a Santa Cruz de Tenerife (curiosamente, también un 6 de enero, pero de 1832), tales deseos resultaron frustrados porque se les exigió desde tierra una cuarentena de 12 días a cuenta de la llegada del cólera a Gran Bretaña, y el capitán Robert FitzRoy no quiso perder tiempo y siguió su camino.

Peste, fiebre amarilla…

La relación de epidemias sufridas en Tenerife es inabarcable. Apenas unos años después de la fundación de Santa Cruz ya hubo un brote (1506), pero volvió en 1582 y con mucha más fuerza, causando entre entre 5.000 y 7.000 muertos, especialmente entre La Laguna y la hoy capital insular. Se achaca el foco a unos tapices orientales llegados desde Flandes. Al siglo siguiente, un barco llegado desde Cádiz a Garachico se saltó la cuarentena y la muerte negra asoló el norte de la Isla.

También fue en la capital tinerfeña donde se dejó sentir con fúnebre fuerza la fiebre amarilla o vómito negro la que causó una de las mayores catástrofes de su historia cuando entre 1810 y 1811, otro barco procedente de Cádiz propagó la enfermedad y dejó unos 1.400 muertos, el 20 % de la población, lo que obligó a habilitar un nuevo cementerio, el de San Rafael y San Roque.

Aunque los barcos sospechosos debían de avisar con una bandera amarilla, siempre había (como hoy en día) alguien que incumplía las normas establecidas y así se propagaban las epidemias por esta tierra, con su coste en vidas humanas.

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