tribuna

El maldito pánico

Uno de los efectos de la amenaza de una pandemia, es que produce pánico. Parece que las dos palabras tienen una raíz común, a pesar de que no es así, pero sí es cierto que coinciden en que el vehículo de contagio es igual de rápido. No se sabe bien qué es peor. Yo creo que las consecuencias demoledoras de lo colateral son desastrosas. En este caso, el medio de expansión se confunde con el de prevención, y así, informar exhaustivamente sobre lo que hay que hacer ante una epidemia generalizada puede convertirse en un riesgo añadido de consecuencias imprevisibles. Incluso hacer este comentario puede resultar peligroso, si no fuera porque se atiende a un derecho que está por encima de su asimilación errónea. No porque el mundo esté lleno de imbéciles vamos a dejar de hacer lo que tenemos que hacer, aunque se caigan las bolsas, entremos en una crisis económica y nos volvamos todos locos. Expandir un virus es igual de fácil que expandir un temor, y también que hacer crecer un sentimiento que luego se transforma en incontrolable. En política ocurre con mayor frecuencia de lo que suponemos, y así las bacterias del odio campan a sus anchas por las mentes debilitadas de los ilusos dispuestos a dejarse colonizar por las ideologías. También estos pueden colaborar al desarrollo de una pandemia que sea capaz de provocar el pánico. Ahora se sientan en una mesa con el fin de resolver un problema de desencuentro, y según dicen, se han pasado una jornada completa analizando las causas, como si todavía no hubieran sido capaces de aislar el virus con el que han contaminado previamente a la población. Una de las posibles soluciones es encapsularlo y aprender a convivir con él. Pero en política, ya se sabe, hay que obtener una renta, la que sea, de cualquier análisis y de su posterior tratamiento; por eso, no se pueden resistir a la tentación de buscar a un culpable de la situación, como si con ello se pudiera erradicar la amenaza de sufrir una pandemia. Un amigo me ha enviado una página de Asterix y los romanos en la que se ve a un conductor de cuadriga, con una máscara, cuyo nombre es Coronavirus. Es del año 1981, y parece una premonición del genial Uderzo. Ya se sabe que en esa serie los romanos son los malos y los tontos, frente a los heroicos habitantes de la aldea gala resistente al imperio. Coronavirus, tenía que ser necesariamente romano, en esa estúpida crítica que hacemos a los valores de la civilización enalteciendo a lo local. Cada uno construye su baluarte de resistencia allí donde puede. Junqueras y Puigdemont lo hacen bajo la protección de una virgen negra, con todo lo que tiene de superstición arrimarse a esos cultos esotéricos. Mientras tanto han sembrado la pandemia del odio en su territorio, y ahora no saben cómo dar marcha atrás, si es que lo que quieren es aislar al problema por un tiempo para seguir ordeñando adecuadamente a una vaca que cada día está más escuálida. Los otros están empeñados en matar el virus a besos, y eso no puede ser, porque las recomendaciones en este caso son las de actuar con mascarillas para evitar los contagios. En la situación en la que estamos corremos el peligro de entrar en pánico por las imprevisibles reacciones de una masa escasamente pensante que contempla aterrada lo que se cierne a su alrededor. El secreto es hacerla marchar por donde mejor convenga, aunque con ello nos llevemos a las bolsas por delante. No olvidemos que uno de los objetivos principales del socio de Gobierno es acabar con el IBEX 35. En esas estamos, con Coronavirus o sin él. Aquí se aprovecha todo, y el pánico es un aliado extraordinario para la desestabilización de un edificio y provocar la desbandada de sus habitantes. Mientras tanto, Aznar y Felipe González, cuya coincidencia conviene a los seguidores fanatizados de Pedro Sánchez, no se sonrojan por reconocer que la obra majestuosa de nuestra Constitución de 1978 está a punto de saltar por los aires, víctima de un pánico calculado.

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