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La ciudad vacía lleva días lluviosa, pero se ven historias desde las ventanas por donde miran las niñas

Los encuentros por la calle con alguien conocido, camino de la tienda de víveres o de la farmacia, son casi furtivos, como si a uno lo estuvieran vigilando desde lejos, no se sabe bien si desde casa o desde algún ministerio

En el año 2000, se estrenó una película del director cubano Juan Carlos Tabío titulada ‘Lista de espera’. Codirector, junto a Tomás Gutiérrez Alea, de ‘Fresa y Chocolate’ (1993) y ‘Guantamera’ (1995), quizá las dos películas más conocidas del cine cubano, Tabío rodó otra de esas historias de humor y ternura con la dura realidad en la Cuba comunista de trasfondo: un grupo de pasajeros se quedan atascados en una estación de guaguas de un pueblo del centro de la isla. Las guaguas que pasan por allí están todas llenas. Y la que intentan arreglar para salir tiene una pieza rota de origen ruso que no encuentran por ninguna parte. Así que poco a poco empiezan a remozar la estación y terminan construyendo allí una vida que resulta ser mucho más alegre que la habitual.

Con tantos muertos inesperados que está dejando este jodido virus, no veo utopía por ninguna parte, por mucho que los canales de Venecia estén limpios y con peces y la contaminación haya disminuido un 64% de media en las ciudades españolas durante el confinamiento, según un estudio de la Universidad Politécnica de Valencia -en algunas ciudades, hasta el 83%, como Barcelona-. Probablemente estemos más cerca del shock, y no sé si del crac o del catacrac, que fue lo que le pasó a Cuba cuando colapsó la Unión Soviética y su PIB se desplomó un 35% del golpe y porrazo. Nuestro modelo de producción no tiene nada que ver con el del socialismo cubano, nuestras máquinas arrancarán tarde o temprano, pero ahí está el abismo, el punto ciego de un país, el no saber por dónde ir tirando.

Lo que sí veo son las historias, que son como grietas por donde colarse. Como cuando ‘amaneció’ un pueblo en mi calle el otro día: creo que era media mañana, hacía un sol brillante de entre lluvias, y pasaba el coche de Protección Civil pidiendo que nos quedáramos en casa. Y nos sacó a todos a las ventanas, tan a deshora, fuera de los aplausos, y nos saludamos y nos reímos, porque éramos como esas señoras mayores de otra época escondidas detrás del ventanuco esperando a que sonara el menor ruido para mirar a la calle. Aunque fuera un coche anunciando un sepelio. “Uno se para a escuchar el silencio y le devuelve una La Laguna ancestral”, le decía ayer envalentonado de misticismo a José, que estaba tranquilo en su estanco, donde se mueve como un bibliotecario en un espacio pequeño. O como un curri, uno de esos pequeños personajes de aquella serie mítica, Fraggle Rock. Yo estaba fuera, temeroso de que el cliente anterior, que no llevaba mascarilla, hubiera dejado miasmas víricas en el ambiente. “Aunque en circunstancias distintas, la cosa debería ser más o menos así de tranquila, y no esa euforia que lo rompe todo”, me contestó. “Esa la voy a apuntar, José”.

Pero las historias también son lluviosas en esta ciudad que, de repente, ha abandonado la calima y se llena de nuevo de frío y agua cayendo de los tejados de las casas antiguas, como si nunca hubiera habido cambio climático. Vamos a salir de aquí y las papas van a estar florecientes; Las Mercedes estará húmeda como una selva macaronésica.

En la parafarmacia, donde compro equinácea y miel de tomillo para subir las defensas, alguien me dice hay muchísimos locales pequeños de la ciudad pidiendo créditos para poder pagar el alquiler . “La cosa está fatal”, cuenta uno con mascarilla, como yo. Y me encuentro por la calle con un conocido que lleva al perro y comida para su madre. Pero claro, no nos paramos. En la farmacia está el dueño de una tienda de comestibles que me conoce desde pequeño. Apenas decimos nada, como si alguien nos estuviera mirando.

“¿A dónde va, caballero?”, me pregunta un policía que sale de su coche patrulla con un pitillo en la boca. “A llevarle una medicina a mi madre, que no quiero que salga”. “Vaya usted entonces”, me dice. Pero me da cierto vértigo el control. Igual que me dan vértigo los controles de droga en los aeropuertos, aunque yo no tome drogas. “¿Y si me han metido algo?”, pienso. Es un miedo ancestral, viejuno, al desastre.
Ayer, la cifra de contagiados oficialmente diagnosticados en Canarias subió a 657, 100 en un solo día, con cinco fallecidos más que suman 21 en total. Del resto de España, mejor ni hablamos, porque asusta. A poquito que tenga uno un par de amigos en Madrid, ya conoce a alguien ingresado. “Esto es un infierno, esto es la guerra”, te dicen todo el rato.

En medio de tanta penuria, rugen las redes sociales, llenas de detractores en la derecha con ganas de abatir a Sánchez, al que acusan de ser responsable de la crisis sanitaria, aunque medio Occidente haya caído en el mismo error de minusvalorar la pandemia. A izquierda y derecha. Pero en juego está también la salida a la crisis económica, si distribuyendo la riqueza o dejándola igual, muy concentrada en pocas manos. También en Canarias hay movimiento. A la consejera de Sanidad, Teresa Cruz, le han impuesto a Conrado Domínguez, socialista, pero director del Servicio Canario de Salud durante la época de Clavijo, para que coordine la lucha contra el coronavirus. Con la aquiescencia del PSOE de Gran Canaria y Nueva Canarias. Los intereses de la sanidad privada, susurran en el socialismo tinerfeño. Le quieren “mover la silla”, dice Cruz. La sanidad, el agujero negro del Pacto de Progreso, en el peor momento.

“Papá, los aplausos”, me dice mi hija a las siete de de la tarde camino de la ventana. Desde allí sigo viendo las historias más bonitas del día, aunque sean escasas.

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